Formosa, la generosa




Viernes 11 de febrero, hace calor y estamos rodando la ruta a Clorinda, habiendo dejado atrás la aduana que nos metió otra vez en Argentina. La ruta es recta, agreste, sin banquina, plana; a los costados se suceden pequeños ranchos con plantaciones de bananas. Hay un hombre agachado, con la bicicleta a un costado. Aguzamos la vista: está juntando cebollas. Frenamos, damos la vuelta, y nos sumamos. Habrán caído de algún camión, suponemos. Seleccionamos algunas en buen estado y seguimos camino. Pedaleamos 15 km y entramos a Clorinda, ciudad chica, con árboles bajos, pocos, una avenida ancha, y una feria parecida a la de Asunción, mitad argentina mitad paraguaya, unidas por un puente precario de madera que cruza un río sin agua. Hay una aduana adormecida que los transeúntes no parecen notar, o simplemente pasan por alto. Gente va y viene cargada con cajones y bolsas sobre las espaldas, llevando cantidades de peso inhumano. Recorremos los puestos de la feria, y salimos cargados de frutas y verduras regaladas. Almorzamos gratis en una plaza de pastos altos, descuidada. Buscando miel nos cruzamos con un apicultor que anda en bicicleta; hace algunos años hizo un viaje con un amigo desde Asunción hasta Buenos Aires, y de ahí a Córdoba. Charlamos sobre la vida en Formosa, que él era del conurbano bonaerense, la tranquilidad, el negocio de las abejas. El primer kilo de miel fue obsequiado en un momento crítico: estaban Carla y Naio conversando con el apicultor, su mujer y su niña de dos años en la puerta de su casa, cuando aparecieron algunas abejas con una actitud claramente hostil. Luego de que la chica hubiera sufrido una picadura, y aparecieran más abejas, el apicultor dio la orden de fuga, algo así como ¡corran!, ¡corran!, y ellos acataron sin pensarlo un segundo. El resultado fueron varias picaduras que pagaron la miel. Nos despedimos cargados de regalos: algunos kilos de miel, anzuelos, un juego de marmitas. Cargamos cantimploras en una estación de servicio y salimos a la ruta.

Dos cucharadas de miel por la mañana, en ayunas –no más, que el cuerpo ya no lo asimila. No calentar la miel, que después de los 45 grados es sólo algo dulce. Y que no le dé el sol más de tres días, que también pierde todo.

El camino es una perfección geométrica, totalmente plano y recto. El paisaje es una sucesión de bañados, palmares, aves. De vez en cuando aparece alguna colonia, unos ranchitos de madera y techo de chapa apiñados, cada uno con su plantación, su aljibe y su horno de barro.
Cuando empieza a caer el sol nos metemos con la última luz en un pueblo llamado Palma Sola. Mientras pedimos un lugar para acampar en la comisaría, protagonizamos una escena divertida con el policía que nos recibe; es un hombre sencillo, un paisano del lugar, y no entiende las razones de nuestro viaje, debe de parecerle algo sospechoso. Como nosotros tampoco entendemos del todo las razones, el diálogo es desopilante. Al final cede un poco su suspicacia, consulta a un superior, y nos indica un lugar bajo un tinglado para tirar las bolsas de dormir y hacer un fuego. Con el correr de las horas su resquemor inicial se va disipando y nos invita con hielo, nos presta los baños, y nos convida agua potable. Hacemos un fuego, cocinamos, y nos dormimos.
Amanece lloviendo, así que nos quedamos bajo techo hasta que afloja. Cuando salimos llovizna de a ratos, pedaleamos hasta una estación de servicio, juntamos unos mangos, y damos una vuelta por el pueblo para abastecernos. Salimos cargados de fruta, pan y carne, todito de regalo. Después de un tramo de barro entramos al Parque Nacional Río Pilcomayo, donde nos recibe uno de los guardaparques, Emiliano, que baja de una camioneta con su compañera y unos amigos. Bajo una tenue lluvia nos indica el lugar para acampar, las duchas, las canillas. Estamos solos, y embarrados. La leña mojada nos obliga a usar los calentadores para hacer unos fideos con salsa. El lugar es muy lindo; por una pasarela sobre los juncos se llega a la laguna, un espejo de agua que se alimenta del río Pilcomayo. Hay muchos pájaros, yacarés, lagartos, lagartijas, monos que escuchamos aullar, zorros.

Dos yacarés tomando sol a la mañana. Un chapuzón rápido, que las pirañas no se lleven un pedacito de mi cuerpo. Otro yacaré nadando, sólo sus ojos y hocico asoman, moviéndose tan quieto. Los camalotes se disponen en grupos, en otra de sus infinitas combinaciones posibles.

Nos pasamos la tarde dándonos chapuzones rápidos en el agua, por miedo a las pirañas, y tomando mate sobre los miradores de madera como si fueran decks privados. Por la noche prendemos un fuego y hacemos un asado de verduras y carne con el que celebramos la generosidad de Formosa. Unos se van a pasear por las pasarelas hacia la laguna. Están medio sugestionados por la presencia de animales salvajes, cuando de improviso escuchan un chapuzón contundente ahicito nomás, a uno o dos metros. Como en el triste episodio de las abejas, resuelven la situación con una estampida a los gritos. Nos vamos a dormir sin poner el despertador.

Lejos
el viaje no es tanto la distancia
pero la escisión
con lo de todos los días, la comodidad,
para lo imprevisto, lo desconocido,

hacia lo otro
para volver a uno mismo,

descubrir, conocer.

Recordar
es el tiempo que se va acomodando
en nuestros ojos
despacito, como los camalotes
son llevados por la laguna lenta
hasta la orilla.

Despertamos sin apuro, cada uno a su tiempo. Un descanso de los horarios pautados, del ponerse de acuerdo para cada uno de nuestros movimientos. Cuando estamos todos arriba nos tomamos unos mates con pan y dulce. Cuando la mañana se nos fue en nuestras cosas, almorzamos un arroz con verduras, hacemos un rato de siesta, algunas fotos sobre la laguna para subir al blog, juntamos los petates, armamos las bicis y salimos al camino de tierra que nos saca a la ruta. Y la ruta nos lleva hasta la ciudad de Laguna Blanca. Parada rápida en una estación de servicio, y continuamos hasta Buena Vista.
En Buena Vista tiramos el paño con artesanías en la plaza, con poco éxito económico pero con un poco de éxito social; horas más tarde recibiríamos, de parte de una señora con quien charlamos en la plaza, una bolsa con espirales, galletitas, arroz, duraznos en almíbar y caramelos. En la comisaría armamos las carpas, hacemos un fuego para cocinar polenta con salsa, y nos metemos rápido en las carpas huyendo de los mosquitos. En eso estamos cuando se nos acerca una vecina para ofrecernos lo que necesitemos, pan o agua caliente dice, despiértenme cualquier cosa, a la mañana no hay problema. A la mañana se acerca otro vecino, Isidro, mate en mato, y desayunamos juntos antes de partir hacia Villa General M. Belgrano.
Al rato de pedalear nos encontramos en una nube de mosquitos. Aceleramos el ritmo para dejarlos atrás, y se pegan a nuestras alforjas traseras. Viajan con nosotros. Tenemos las piernas y las espaldas cubiertas. Las manos no nos alcanzan para matarlos, así que sacamos trapos que sacudimos con una mano, mientras con la otra manejamos. Si se nos ocurre frenar para algo, la tortura es mayor, más y más mosquitos se acercan. Pasamos del asombro inicial a una desesperación activa: les gritamos improperios, sacudimos los trapos, los retamos a duelo. Al final todo es inútil, pero al menos nos da el ánimo suficiente para llegar hasta Belgrano sin hacer ninguna para de descanso, y refugiarnos dentro de la estación de servicio. Los playeros nos miran extrañados, y al rato charlan con nosotros. Nos invitan con un pedazo de carne asada, que devoramos instantáneamente, in situ, de dorapa, junto a los surtidores. Después de dar vueltas buscando sombra, nos tiramos bajo unos árboles en la plaza, y comemos unos sándwiches. La tarde se nos va entre el cyber y el buffet de la estación de servicio. Escribimos, comemos, lavamos las bicis de tanto barro que nos trajimos del Parque Nacional, y finalmente armamos las carpas a un costado de la ruta, junto a unos camiones, en un terreno baldío. Picamos unos sándwiches rápidos y nos vamos a dormir temprano.
Desayunamos y salimos bien temprano para Güemes. Hacemos pocos kilómetros y los mosquitos aparecen otra vez como buscando revancha. La situación es bastante crítica, y en algunos ratos lo pasamos muy mal. No podemos parar porque nos morfan, así que hay que hacer todo el trecho sin frenar. Después de una larga tortura llegamos a Güemes, y entramos directamente a un supermercado a comprar repelente. Estamos comiendo unos mangos en la vereda cuando se nos presenta el encargado de la comisaría y nos ofrece un lugar para descansar y refrescarnos. Dicho y hecho. Al rato estamos instalados, con bolsas de dormir y carpas secándose al sol. Nos invitan con escalopes, mangos, pomelos de los árboles, agua fría, teléfono todo que queramos que es gratis, y usamos la cocina para cocinar. Charlando con el encargado, que es muy amable, descubrimos que un amigo vecino de Bella Vista, que recorrió esta misma zona en moto hace unos meses, también estuvo aquí, al igual que en el Parque Nacional.

A la siesta ni perros se ven en la calle, y si anda alguno por ahí, de seguro va con la lengua afuera. Las calles bien anchas dejan pasar todo el solazo. No hay árboles, o son petisos, o arbustos nomás. El sol no tiene reparo. Se escucha alguna música, un chamamé o así. Por más que no se quiera, la siesta lo tumba a uno, que no se puede ni pensar del calor que hace. Después de la siesta empiezan a rodar las motos, las bicicletas, algún auto. Se mueve la gente porque no es cuestión de pasarse el día encerrado, cosa que en realidad sería lo más lógico, que son entradas las cinco y los pedazos de tierra sin sombra son asaderas que le hacen a uno largar todo el agua por los poros. Por acá las lluvias se guardan en piletones, es el único agua dulce; hay aljibes, pero el agua que sale de la tierra es salada. Y de donde salga, nunca está fría. Que las canillas estén abiertas o cerradas no importa —el tanque y las cañerías están muertas.

Salimos a la noche, con el plan de hacer una pedaleada idílica por una ruta tranquila hasta Fortín Leyes, iluminados por la luna llena. La realidad dista un poco de nuestros planes: a los mosquitos se suman dos pinchaduras que nos obligan a parar varias veces, una de ellas en una casa con luz que resulta ser un almacén. Ahí conocemos a Darío Acosta, que nos regala una cerveza fría que trasvasamos a un termo. Charlamos un rato divertidos con él, que ya está pasado de copas y tira chistes desde el piso. Retomamos el camino atravesando los mosquitos hasta dos o tres luces, que conforman el pueblo de Fortín Leyes. Nos dirigimos a Gendarmería, tal como nos habían recomendado en Güemes; es tarde, golpeamos las manos, ladra un perro, insistimos, y después de unos gritos, ya va, aparece un hombre con cara de almohada poniéndose una camisa. Nos ofrece un cuarto con baño y cocina. Sándwiches con cerveza, y al sobre. Al día siguiente desayunamos, y apenas unos pocos metros luego de arrancar, Naio se lleva por delante a Manu, que había frenado para ponerse repelente. El saldo es un tobillo lastimado. Primeros auxilios en la salita que está por ahí nomás, vendaje, y 30 km hasta San Martín 2, hospital, dos puntos, analgésico y amoxicilina cada 8 horas. Mientras algunos reparan cámaras en la bicicletería, Naio cocina en lo de la vecina de al lado, y nos vamos con los fideos hechos a almorzar y pasar la tarde al patio de la parroquia. Pasamos la siesta sobreviviendo apenas al calor, con la estrategia, o excusa, de la inmovilidad.

la intemperie
poblada de mosquitos y hormigas
rojas

y el aire
caliente

Y después de unos mates la ruta nos recibe otra vez, entrada la tarde. Mosquitos, como siempre. El camino está en construcción, la mayoría de asfalto pero largos tramos son de tierra. Ya de noche, cuando estamos llegando a Fortín Lugones, se nos pone a la par un hombre en moto que nos empieza a preguntar por el viaje. Termina invitándonos a dormir a la casa. Entramos al pueblo, preguntamos por lo de Oscar Luna un par de veces, y llegamos. Está lleno de chicos alguna que otra tía y sobrina. Nos agasajan con gaseosas, nos convidan guiso, y hacemos uso del baño para darnos unas duchas. Insistimos para que no nos den un colchón de dos plazas, que nos arreglamos con las bolsas de dormir en el piso. No paran de ofrecer. Oscar dice que se va a acordar de nosotros cuando salgamos en la tele. Acá nací acá, y a lo mejor muero, dice.
A la mañana nos levantamos un poco más tarde que lo acostumbrado, y desayunamos con la familia. Nos sacamos una foto todos juntos y partimos. La demora en salir nos la cobra el sol; la ruta alterna entre el asfalto y la tierra; calor, solazo, mosquitos, bastantes mosquitos. Llegamos a Zalazar extenuados: Naio no tiene energía, Carla había llorado de impotencia por los mosquitos, Hori está sin ganas de seguir, Manuel sin capacidad de raciocinio. Pasamos la tarde en la comisaría, donde algunos se refrescan con unas duchas, otros escriben, y todos duermen una larga y reparadora siesta. Siempre pasa gente así en bicicleta, dice el encargado de la comisaría, constaaaaaaaaantemente, una, dos, tres vece’ al año. Decidimos quedarnos a dormir y no pedalear más, porque el cielo muestra unas nubes enormes muy sospechosas y el camino que nos espera es en su mayoría de tierra. Comemos verdura hervida con arroz, y nos tiramos a dormir en el mismo lugar de la siesta, bajo un ventilador que espanta los mosquitos.

Todos hablan de usted, y se presentan por el apellido, recién después dicen el nombre, si lo dicen, y si tienen dos nombres dicen los dos. Hasta los chicos chicos. Álvarez, Javier Orlando, y me da la mano, un chico de diez años que vende las tortas que hace su madre.

Nos despertamos y salimos muy temprano. Todavía es noche. Hacia el oeste se ve la luna, llena y dorada, retirándose de a poco. Hacia el este el cielo se va aclarando, apareciendo el sol y las sombras largas. Pasamos por el bañado La Estrella, donde el paisaje cambia completamente: los árboles son esqueletos, están todos pelados, muchísimos de ellos vestidos por plantas trepadoras, hectáreas y hectáreas que se llenan con el agua de deshielo que viene de Bolivia. Ahora está seco, como dicen –el agua no llegó aún. Pero igual hay agua, hay unos grandes charcos donde asoman ojos, hocicos, y tal vez el lomo de algún yacaré. Y hay aves de todos los colores y tamaños. Avanzamos, con el paso tranquilo de las bicicletas, invadidos por el paisaje.

Manu se lastimó el pie, anda tomando analgésicos y antibióticos. Horacio sigue recuperándose de la caída en Misiones, alejando con la mano las moscas de la herida abierta. Carla no soporta los mosquitos; en un momento de crisis se pone a llorar en plena ruta. Yo tengo diarrea desde hace un par de días; me siento débil, más flaco que nunca. Lo salvaje de la Formosa profunda se hace sentir: el sol furioso, los ejércitos de mosquitos, el agua turbia de aljibe. En medio de un camino de tierra interminable vuelvo a experimentar la intemperie, el estar desnudo frente a un cielo que puede caerse. Realmente no sé si vamos a poder, si el camino nos lo va a permitir. Y entonces es como descender unos peldaños y meter los pies en el barro otra vez. Y entonces la misma tierra, la que se muestra hostil, es la que nos sostiene.

El mediodía aplasta cuando llegamos a Las Lomitas. Nos metemos en una estación de servicio, pedimos permiso para ocupar una mesa, y nos fortalecemos con pan con dulce de leche. Antes de la segunda vuelta aparece una de las chicas que atienden, que ya se está haciendo una pizza, la dueña invita. Al ratito vuelve con una gaseosa grande y vasos, y con platos, cubiertos, condimentos, pan… Vuelve a aparecer con una fuente, para la espera: papas fritas y una tarta de choclo y cebolla. Después llega la exquisita pizza de muzzarela, tomate y morrón. Así nos recibe Las Lomitas, así es Formosa. El uso de Internet es gratis en la estación de servicio, así que también aprovechamos. Después de semejante bienvenida, vamos a dar una vuelta por el pueblo. Al lado de la municipalidad hay una casa con un cartel: Albergue municipal. Es exactamente lo que parece. Cae la noche y allí estamos, cocinando en una hornalla. Una vez más, infructuosamente, tiramos el paño en el boulevard de la calle principal. Al despertar salimos temprano, cargados de pan dulce con saludos navideños del gobernador Gildo Insfran. Recorremos 85 kilómetros en la mañana nublada, con viento a favor y haciendo paradas tranquilas. Llegamos a una estación de servicio, en la entrada del pueblo Laguna Yema. Nos sentamos a comer los panes rellenos que habíamos horneado en Las Lomitas. Sobremesa de té, y recorrida por el pueblo. Nuestros ojos, ya afilados, encuentran un Salón Multiuso Municipal. El vecino lindante, Rafa, nos manda a hablar con el Popo, el intendente, que está ahí nomás, donde se ve la camioneta negra. Nos piden que esperemos un ratito, está almorzando. Dos hombres en la vereda tienen los cachetes hinchadísimos de coca. Al rato aparece el hombre, no hay problema, podemos dormir en el salón, que hablemos con el Rafa para que nos abra y nos lo muestre. De vuelta a lo de Rafa, descubre que está cerrado, nos hace pasar a su casa, a la galería de la entrada, y nos sentamos. Está su mujer, Linda, y su hijo Emmanuel. Circula otra gente, parientes, vecinos, amigos. Rafa se va, y vuelve con una bandeja: empanadas fritas de vizcacha. Y un pedazo grande de cordero, con un cuchillo y pan; le damos, al modo criollo, sin titubeos. Aparece un refuerzo de empanadas, cuando de las primeras quedaban pocas. Y una gaseosa. Nos hace pasar al salón por el fondo de su casa, y ahí dormimos una siesta. De la siesta volvemos a lo de Rafa, donde habíamos dejado las bicis. Tomamos mates con ellos, nos cuentan del patio donde hay baile por la noche, decimos de ir, y planeamos también visitar la laguna y la comunidad aborigen, pero eso ya lo dejamos para mañana. Damos una vueltita corta por el pueblo y volvemos. Oscurece, cocinan un guiso, se larga a llover, comemos, circula la sangría, las charlas, muchas charlas simultáneas, música, y finalmente se abre el juego de cartas, que llaman loba. Formando piernas y escaleras, algunos van perdiendo, se va achicando la cosa, algunos ya están durmiendo. Nos acostamos en un cuarto con ventilador, los cuatro, a salvo de los mosquitos.
La mañana nos despierta gris, completamente nublada, a un horario desconocido pero bien lejos del habitual. Un buen descanso. Mate y galletitas, después el Rafa nos trae sus tortas fritas, y así de a poco nos acercamos al mediodía. Preparamos las cosas para partir. Nos acercan los restos del guiso de anoche para picar, que dura pocos minutos, y partimos, luego de una foto automática. La visita a la comunidad aborigen se suspende por exceso de barro en los accesos. La laguna ni hablar, que es lo mismo o peor –varios kilómetros, como doce, para adentro.
Subimos entonces a la ruta, con ánimos de aprovechar el cielo gris para avanzar como nunca, pero avanzamos lento, alargándose las distancias entre nosotros. Paramos en la entrada de Chiriguanos para almorzar sándwiches de zapallito, zanahoria, cebolla, lechuga y tomate. Y no retomamos; entramos nomás al pueblo decididos a seguir andando mañana. Derechito a la comisaría, el oficial tarda unos minutos en salir, y a nuestras preguntas si tiene algún lugar, un techo, donde pasar la tarde y dormir, sólo contesta que sí, que acá nomás, que sí.

El cielo opaco, denso, palpable. Después de los baldíos, una línea de árboles y arbustos tapa lo que mucho más lejos es horizonte. La estación de tren, justo enfrente, habla de otros tiempos, callada. Techo a dos aguas, muestra sólo un costado, el de la galería que da sombra a una porción de andén. Quedan pocas tejas anaranjadas; la mayoría ya es marrón, oscuro, y algunas verdes. El techo de la galería tiene la ondulación de un papel que se secó al sol después de una lluvia. Ventanas y puertas cerradas. Los pastos de alrededor están altos. A uno de los costados está el cartel de madera, rectangular, fondo gris, estacado en dos palos altos. “Chiriguanos”, dice el cartel que ya ni el pueblo lee. Es que le habla a otros tiempos.

Dormitando, leyendo, escribiendo, se nos va la tarde. Mate y pan dulce. También liquidamos el dulce de batata. Cerquita de la noche el oficial nos ofrece un cuarto, y tenemos también una hornalla para cocinar. Polenta con salsa de tomate. Lo coronamos con una infusión, mezcla de té y boldo. Durante la noche que dormimos, suena varias veces la radio, como otras veces en otras comisarías, pero esta vez ahí mismo, que estamos durmiendo en el cuarto de la radio.
La mañana nubladísima nos dice que vamos a andar mucho hoy. Arrancamos después del desayuno, pasando a los 50 km por Juárez. En Chiriguanos nos habían dicho que era feo y que la gente era mala. Un poco descreímos, pensando que era la mirada del que vive en el pueblo. Juárez no es muy lindo, pero la gente no es mala. Cámaras con pico de auto no conseguimos, en ninguna de las cuatro bicicleterías ni en los puestos sobre la vereda, pero antes de seguir pedaleando nos tomamos unos mates con pan con dulce de leche que nos regalaron en un almacén. Llegamos finalmente a Teniente Fraga. 84 km en total. Almorazamos sándwiches de verdura ni bien llegamos, con hambre, en el patio de una comisaría cerrada. Un vecino, uno de los cinco que debe haber en total, nos indica la ubicación de la gendarmería. Vamos. En realidad es la vieja estación de tren, en desuso, que los gendarmes ocupan. Nos ofrecen la galería para pasar la tarde y la noche.

Teniente Fraga debería ser un pueblo, lo ha sido quizás, pero hoy es un cartel sobre la ruta y una estación de tren derruida. Y unos ranchos y unos indios que viven del lado de enfrente. Nos detenemos de todos modos porque las piernas ya no quieren más y nos decimos, si no está el pueblo después de la próxima curva paramos lo mismo que ya no queremos seguir. Debería ser un pueblo pero es un pedazo de tierra que ni toda la lluvia, que hasta charcos hizo, le ha sacado la sed. Los milicos que cuidan la estación ya no saben ni para qué están, que para qué nos mandan a cuidar acá, dicen, aunque el tren volviera a pasar ya no queda nadita para llevarse, ni quebracho ni ganado ni nada. Que los aborígenes, dicen, tienen más plata que uno, que se las da el Gobierno con terreno para que planten pero qué van a plantar si son vagos, dicen. Las viejas cargadas de leña y cara terrosa, que cruzamos en la ruta nos dicen que el pueblo es Pagés. Pero Pagés está lejos y las piernas no nos dan, y la ciudad que quedó atrás es puro comercio y barro. Por eso paramos en Fraga, aunque sea un pedazo de tierra sedienta y los gendarmes nos digan que durmamos en las galerías, que se llueve menos que en la parte de adentro. Las nubes de tormenta se van yendo con la tarde y de noche de seguro habrá pedazos de cielo y alguna estrella.

A un costado hay tres cruces, dicen que dos gendarmes y un aborigen que murieron. Charlamos un poco con ellos, dormitamos algunas siestas, tomamos un mate. Que no se meten en el monte porque te perdés enseguida, que es todo igual. En realidad, ni salen de la estación cuando es de noche. Hablamos de la luz mala. Nos cuentan que hace un tiempo un tipo fue llevado por algo o alguien, en medio de la noche, adentro del monte, bien lejos, y que lo encontraron los lugareños; y a la noche siguiente le volvió a pasar.
Antes de que caiga el sol cruzamos la ruta para visitar una población aborigen. Son poquitas casas; quedan algunos pedazos de paredes de adobe, algún techo vivo… Pero viven en casas de material; las de adobe eran más frescas, y cálidas en invierno, pero ya se acostumbraron. Cruzamos pocas palabras, preguntamos mucho, algunos chicos se acercan, pero no mucho, y nos miran. También una o dos mujeres. Abrimos un pan dulce y convidamos; todos aceptan, y sostienen sus porciones por largo rato en sus manos, mientras nos miran. Nadie acepta mate, nos dice uno que lo toman dulce. Lo tomamos entre los cuatro. Oscurece, apresuramos las últimas cebadas, y volvemos a la estación de tren.
El pueblo no tiene electricidad. Prenden un generador por un rato, un poco para llenar el tanque de agua, otro poco para dar luz. Armamos las carpas para no sufrir los mosquitos, y nos vamos a dormir temprano. En medio de la noche se escuchan ruidos. Pasos. Naio piensa que es un gendarme, se asoma y nada. Se oye como si revolvieran las alforjas. Naio tose bien fuerte, como para espantar a quien fuera. Vuelven los ruidos, como de pezuñas, entre las bicis que están ahí nomás de donde estamos. Naio vuelve a toser y echa un grito para espantar a un perro o algo así. Las pezuñas se alejan. Al rato, ruidos de nuevo. Naio se levanta, abre el cierre de la carpa y se asoma. Nada.
El despertador no suena, o eso parece, a no ser que nadie lo haya escuchado. Nos levantamos cuando el sol ya es imposible. Nos dicen que los ruidos deben haber sido los muertos. Un poco huele a diversión de ellos. Pasamos el almuerzo ahí y partimos a la tardecita. Hacemos poco, 25 kilómetros, y cruzamos en el camino un cartelito que indica que estamos en la ruta nacional N° 81, y entrando a la provincia de Salta.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Naio!!, como siempre muy buen relato...
Se ve que hay otro mundo allá afuera!!
Un Abrazo
Carlon.

Anónimo dijo...

Qué duro que fué Formosa¡¡¡Me lo imaginé cuando Carla me llamó desde Gral.Güemes y miré en el mapa el camino que iban a hacer. Felicitaciones¡¡¡Besos a los cuatro¡
Adriana

Anónimo dijo...

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ Ni los muertos ni los mosquitos pueden contra ese escudo transparente que lleva cada uno !!!!!!!!!!

qué lindo qué lindo qué lindo.
(me hicieron llorar)
d.

sebasfuentes dijo...

Qué buen relato, lo cuentan tan apasionadamente que se siente, espero Salta los reciba tan bien como Formosa. Abrazos!
Sebas