Paraguay, oga porã *

Viernes 4 de febrero de 2011. Pedaleamos el puente que nos entra a Ciudad del Este. Por la orilla de la ruta, sorteando el congestionamiento del tráfico, esquivando las cientos de motos amarillas, motos taxi, autos, de todo, un enjambre desprolijo y largo que quiere entrar al Paraguay. Ciudad del Este, una babilonia latinoamericana del siglo XXI, mil idiomas, masas de gente, tránsito caótico; al pasar, en la calle, nos ofrecen electrodomésticos, frutas, drogas, zapatillas, etc, etc. No gracias, no gracias. Reconocemos bicicleterías pero no encontramos repuestos que nos convenzan desde la calidad. Luego de unos locales de electrónica, ir de acá para allá comparando precios, regatear en dólar, en peso, en guaraní, y llevarse alguna chuchería. Cuando la ciudad nos empieza a pesar, salimos andando. Al rato la ciudad afloja y Paraguay se pone lindo.

Salimos de casa en bicicleta un día y hoy estamos en Paraguay. La bicicleta que usamos para hacer compras, enfatiza Manu.
¿Salimos a dar una vuelta en bici?, se ríe Carla.

Paramos sobre un pasto bajo unos árboles a comer una fruta. Terminamos almorzando en un puesto vecino sobre la ruta: sopa (un especie de locro con maíz blanco y verduras) acompañado de mandioca, ensalada y pan. El puesto es de una familia, nos reciben como en su casa, amabilísimos, nos cuentan del país, del gobierno, de la pobreza, de la alegría de volver cuando uno se ha ido, de la familia, de haberse casado bien chicos y haber sido explotados en Argentina. Todo con una sonrisa franca, y nos empieza a gustar Paraguay. Jugamos unos trucos de sobremesa, mientras pasamos una lluvia breve, y salimos a pedalear.
Hacemos unos pocos kilómetros y paramos en una estación de servicio por unos mates. El mate degenera en siesta. La siesta degenera en cena y campamento. El guardia de seguridad, muy amable, nos indica dónde ubicarnos. Ya nos parece que esto de la hospitalidad es algo común en estas tierras. Nos instalamos, leemos, sacamos fotos, escribimos, volvemos a matear, estamos como en casa. En Paraguay.
Hay unos hombres tomando cerveza fuera de la estación. Al rato estamos conversando, son trabajadores, nos cuestan sus costumbres, como los entierros con nueve días de rezo y una cena festiva, como la minga en que unos y otros se ayudan mutuamente en un trabajo cooperativo. Nos invitan a almorzar al día siguiente, nos gustaría pero no nos comprometemos porque nuestros planes de ruta son otros. Entrada la noche nos despedimos y nos vamos… con las manos llena de latas de cerveza para hacer calentadores a alcohol.

El guardián de la estación de servicio paraguaya es muy amable. Nos permite pasar la noche bajo techo, nos invita a las duchas. Ayer, el guardia de otra estación, argentina, no echó de mal modo; dormimos junto a la aduana. Hace algunas noches, recostado al sereno bajo los árboles del parque de una comisaría misionera, charlábamos sobre esto de la casa. Nosotros no tenemos casa, pero muchas veces nos sentimos como en casa. Alguien dijo que convenía construir sobre suelo firme. A veces parece como si estuviéramos cerca de los cimientos. Quizás podamos levantar algo ahí.

Amanecemos a las cinco y a las siete estamos en camino. La ruta 7 nos va llevando en forma suave. A los costados hay campo verde, montecitos de bosque originario que a veces son verdadera selva, pequeños poblados, casas sencillas y cuidadas. La ruta tiene banquinas generosas que compartimos con las motos. Muchas motos despacio sin caso por la banquina. Al mediodía paramos en una sombra a almorzar. Nos acercamos a un almacén a comprar y nos preguntan del viaje; hacemos buenas migas, nos invitan con una sopa paraguaya riquísima y helado. La sopa paraguaya es un especie de budín, con consistencia de bizcochuelo, hecho con harina de maíz, huevo, queso, leche y anís. Nos sacamos unas fotos, intercambiamos datos de contacto, y seguimos viaje. Hasta ahora encontramos en Paraguay calidez y hospitalidad en abundancia, amabilidad en el trato, soja, y guardias de seguridad privada armados hasta los dientes.
A la tarde pedaleamos esquivando chaparrones. Cuando llueve nos escondemos bajo algún alero. Muchas son casillas de madera deshabitadas con un cartel de gomería. Al final llegamos bastante secos al pueblo de O’Leary. Encontrar lugar para acampar se nos hace difícil, preguntamos y preguntamos pero a pesar de la buena disposición de nuestros interlocutores, nos resulta muy complicado hacernos entender. Nos parece que mucha gente utiliza más el guaraní que el castellano, tenemos que repetir lo que buscamos y hasta hacer señas con las manos. Al final nos mandamos por la nuestra y armamos las carpas en un terreno libre, en una zona rural aunque cercana al pueblo. Despedimos el sol con unos mates, nos abastecemos en el almacén, cenamos y dormimos bien temprano. Es sábado –de fondo suena cumbia.
Cuando desayunamos la música sigue. Hacemos 50 km hasta la ciudad de Dr. Frutos. Nuestra idea es pasar la tarde descansando y tirando el paño (vendiendo artesanías en alguna plaza). Asumimos que habrá alguien en la calle porque es domingo. Almorzamos unos sándwiches faraónicos en la plaza, y estamos en eso de abrir el paño cuando la lluvia nos corre hasta el alero de un negocio cercano. Es un aguacero. Nos acomodamos las bicicletas y nosotros, y entramos apenas bajo el techo. Una vecina nos alcanza agua caliente, mateamos un rato, la lluvia no cesa, el baño queda para cuando despeje el cielo. Algunos van a buscar Internet, es complicado, hay dos o tres lugares en el pueblo, todos con las cortinas cerradas. Llegamos a uno en que no; las máquinas están apagadas, nos explica una señora, para que no se quemen con la tormenta. Que si no encontramos otra cosa, que volvamos, que nos abre. Damos una vuelta, no encontramos nada abierto, y vamos y nos abre.
Manu está bajo el alero, durmiendo, leyendo. Al rato se le acerca un chico, tendrá unos doce años, tiene una bici Caloi con cambios y suspensión, dice que le gustan mucho las bicis, pregunta un montón de cosas, algunas son profundas como el sentido de nuestro viaje –que parece interesarle mucho.
Mientras tanto otros conocen a los muchachos del puebo, que están tomando un vino en la plaza. También preguntan por el viaje, por el sentido, y nos invitan con un vaso. Nos cuentan de sus cosas, hablan de familia, de religión. En la ruta nos encontramos con muchos comercio llamados como “La familia”, y con familias sentadas en la vereda bajo los árboles, tomando tereré. Otro tema que aparece es el del éxodo. Unos pueblos atrás un cartel avisaba financiamiento para viajes a España –imaginamos que se irán pagando con intereses, trabajando duro por allá, esquivando el recelo que se está cultivando contra los inmigrantes en Europa. Muchos cuentan que conocen Argentina, probaron suerte por allá trabajando y volvieron, alguno lo hizo después de la debacle del 2001, volvió con su mujer y sus hijos y nada más: una mano adelante y otra atrás, da a entender con gestos, es que los ahorros los guardaba en la cuenta de la patrona, él no tenía porque estaba sin documentos, luego el corralito, la historia que conocemos; se los habrá quedado ella, dice y no se le va la sonrisa. Su señora armó un puesto de comida sobre la ruta, él trabaja, en otra cosa. Estamos bien, dice mostrando con los ojos a sus hijos.
El chico que hablaba con Manuel casi nos tramitó el hospedaje en la iglesia. Nos acomodamos en unas galerías que rodean el templo. Cenamos una polenta con salsa, y nos quedamos dormidos mientras dejamos para otro día la peña a la que nos habían invitado los muchachos del vino en la plaza.
Despertador, seis de la mañana, lunes. Desayunamos fuerte y salimos a la ruta. La ruta 7 sigue muy agradable para pedalear. A partir de Caaguazú está más transitada por autos y camiones, pero las banquinas siguen siendo generosas. De vez en cuando cruzamos unas terminales de ómnibus, tienen muchos puestos pequeños, ferias, donde se vende comida. Nos tientan los olores pero seguimos. Hacemos 20 km y paramos por una fruta, otros 20 y almuerzo en un arroyo. Después de comer las hormigas nos invaden –las trajimos algunas en las alforjas desde Misiones, están conociendo a sus primas paraguayas, una familia también numerosa. Se trepan a las bicis, se meten en los sánguches, nos pasean por el cuerpo; todo eso lo toleramos –la cosa se pone áspera cuando nos pican durante la siesta, ahí sí que no nos gusta. Al final nos retiramos, vencidos, a matear a la estación de servicio que está sobre la ruta.

Paraguay está lleno de hormigas. Más que Misiones, nos parece. Algunos campos están minados por decenas y decenas de montañitas de tierra colorada. Tienen más de medio metro de altura. Son hormigueros. Paramos al lado de un arroyo, las hormigas nos invaden. Salimos, y las hormigas se vienen con nosotros: en las alforjas, dentro de las ollas, sobre el manubrio. Cansados de ofrecerles resistencia, las sacamos a pasear.

Pequeña asamblea: o nos quedamos a dormir por acá, o hacemos pocos kilómetros, o nos jugamos a darle hasta Coronel Oviedo –una ciudad grande a 30 km. Nos tiramos a llegar a Oviedo, aunque sea tarde. Pedaleamos a buen ritmo para llegar antes que se ponga el sol. En el horizonte hay nubes bien alta, con la base oscura y cimas algodonosas. El sol juega con claroscuros, con la luz. El negro se ilumina con los refusilos, el camino nos lleva al centro de la tormenta. Pedaleamos el último tramo casi de noche, y entramos a la ciudad. Vamos por una avenida con boulevard llena de motos. Es difícil cruzarla, nos lleva un rato. Nos desacostumbramos al juego de adivinar a qué distancia están los autos, a qué velocidad se acercan, por el tamaño de sus faros. Preguntando llegamos a la estación de bomberos. La lluvia es inminente, ya es de noche hace un rato. Pedimos un lugar, con cualquier techito nos arreglamos. ¿Vienen viajando? ¿Tienen documentos? Sí, pasen, no hay problema. Los bomberos resultan unos amigazos. Al rato mateamos, y nos charlamos la existencia. Cambia el turno y algunos se van para sus casas, aunque llueva. Cocinamos sobre una mesa, con sillas y mantel. De fondo está la televisión prendida, que cada dos por tres muestra programas importados de la Argentina, como las aventuras del vacuo Fort, o el maravilloso astro de la enajenación popular: Tinelli. Los tallarines completan la cena hogareña. Los bomberos nos comparten el cuarto que tienen para los que están de guardia, hay una cama con sábana y frazada para cada uno. Es curioso el extrañamiento que sentimos frente a un objeto que nos había sido tan cotidiano –esta noche una cama con colchón es toda una novedad. Atrasamos el despertador hasta las 6 porque es la hora en que el día comienza en el cuartel. Hacemos sobremesa en la cocina, y nos vamos a dormir.
Mientras desayunamos la avena, se larga a llover bien fuerte. No cruzamos palabras, pero sabemos que esperaremos a que afloje. El tiempo va pasando y la mañana se va con el agua colorada por el desagüe. Nos tomamos el asunto con filosofía y disfrutamos del descanso. La espera se transforma en un tiempo distinto: arreglamos bicis, escribimos, hacemos artesanías. Cerca del mediodía la lluvia afloja. Almorzamos, nos sacamos una foto con los bomberos, agradecemos, y seguimos viaje. Tenemos la intención de llegar a Itacurubi, que queda a 45 km. La ruta es fluida, vamos a buen ritmo. Nos acercamos a una conglomeración de gente, hay un camión volcado que ocupa media calzada. El accidente es reciente. Hay un par de camionetas de policía. La gente se acerca corriendo. Cuando vemos las cajas de mercadería desparramadas por la banquina entendemos: el camión transportaba cerveza. La gente carga cajas con latas en bicicletas, en los hombros, en bolsos; esta noche va a haber alegría en las inmediaciones. Un poco más adelante la ruta se hace pesada, como para recordarnos que estamos pedaleando. El viento de frente se intensifica, las banquinas de asfalto por momentos se hacen de tierra, que a causa de la lluvia es barro. El camino se hace sentir, la velocidad baja, los tiempos se alargan. Recurrimos al arma secreta: nos enchufamos los aparatos que hacen música en las orejas y todo se hace más liviano; las piernas, que quieren bailar, se mueven solas. Al rato llegamos a Itacurubi y nos instalamos en el camping municipal, que está alejado de la ciudad, hay un río, es gratis y estamos solos. Parece que va a llover, y nos instalamos en un quincho de material. Terminamos de cenar cuando escuchamos una camioneta acercarse. La preceden luces de colores que rompen lo oscuro de la noche. ¿Qué hacen acá? ¿A dónde viajan? ¿Con qué propósito? ¿Cuántos son? Documentos por favor. Tono imperativo. Revisan los papeles de entrada al país, los comparan con los documentos. Hacemos alguna broma sin éxito para intentar distender la situación. Con cara de pocos amigos, se van. Nosotros nos quedamos sintiéndonos un poco inseguros por primera vez; si de algo nos habían advertido los paraguayos, era de la policía.
Desayunamos temprano y salimos motivados a la ruta. Nuestra idea es hacer los 90 km que nos separan de Asunción. Empezamos rápido, y en 30 km llegamos al pueblo de San José. Paradas cortas, de fruta sobre la bici, y seguimos viaje. Por momentos la banquina se hace de tierra, que sigue siendo barro, y la cosa se dificulta. Pero preferimos la banquina, con barro y todo, porque hay mucho tráfico sobre la ruta. Al rato llegamos a la ciudad de Caacupé. Es la sede del santuario de la Virgen de Caacupé, una virgen importante para los paraguayos, que se ve mucho por Buenos Aires. Es una zona serrana, vamos subiendo y subiendo, cruzamos algún peregrino, a los costados de la ruta hay puestos de venta de mangos. Nos damos cuenta que cumplimos 2000 km de pedaleo hace un ratito, frenamos, y lo festejamos con unos mangos, mate y pan con dulce. Estamos en la cima de un cerro. La vista es espectacular, la vegetación es muy frondosa. Por todos lados hay árboles cargados de mangos, bananas, cítricos, alguna palta. Subimos a las bicis y bajamos rapidísimo durante varios kilómetros el cerro. Nos vamos acercando a Asunción, y se nota: la ruta se va cargando, el tráfico es lento, se suceden pequeñas ciudades que forman un continuado de negocios de partes de auto, lavaderos, puestos de comida al paso. Parece el conurbano bonaerense. Paramos a comer algo rápido en un puesto y conocemos a Gregorio Salinas, nos hace precio por empanadas y tortilla, nos regala pan. Es un hombre muy amable, le sorprende cómo compartimos la comida, como Jesús dice. Nos cuenta un poco su vida, estuvo trabajando un tiempo en San Miguel; con unos compañeros recorrió Sudamérica con un puesto de juegos de apuesta y azar. Nos revela algunos trucos, la idea es jugar con la ilusión de que cualquiera puede llevarse todo, pero al final siempre gana la casa, el que montó la pantomima. Seguimos metiéndonos en Asunción, cada vez más ciudad. El ruido del tránsito constante nos aturde hasta hacerse insoportable, el humo nos ahoga. Carla dice que, de la impotencia, a veces quiere llorar, que el aire negro es tan espeso que se puede tocar. La gran ciudad es, otra vez, la ciudad de la furia: chicos descalzos mendigando, autos apurados que no respetan al peatón ni al ciclista, colectivos repletos largando humo blanco, gente, gente, gente, carteles, negocios, consumo. Los kilómetros se hacen penosos.

En el corazón cemento
de la ciudad furia
algo se escapó
como si hubiera estado /
dejó una ausencia
metiéndose dentro
como un añorar
de no sé qué
frescor del aire
inocente de tanto mundo

Nos acompañan un rato unos chicos ciclistas, dicen que quieren empezar a viajar; piden consejo, preguntan. Cuando empiezan a preguntar por los componentes de nuestras bicis se dan cuenta que no sabemos mucho, y en su consideración bajamos de la categoría de cicloturistas experimentados a locos que salieron a dar una vuelta en bici. Pedaleando adelante nos guían un rato y luego nos separamos con indicaciones para lo que queda del camino. Hablamos por teléfono con Franco, confirmamos que nos recibe, y llegamos preguntando a su casa. Franco nos abre la puerta, vive con su familia, los Santa Cruz. No conocíamos a ninguno de ellos. Nos abren las puertas de par en par. Carmen, la mamá, es muy amable, muy atenta. Sara, la empleada de la casa, está atenta a que no nos falte nada, y hace un licuado de limón exquisito. Nos esperan con unas pizzetas y unos sándwiches. Empezamos a comer y no paramos por dos días, hasta que nos despedimos de la familia. Después de cenar, Franco nos invita a recorrer Asunción, nos lleva a un bar céntrico a tomar unas cervezas, luego a un lugar de comida rápida por unos lomitos. Es día de semana, el ritmo de la ciudad es agradable por la noche, casi de pueblo. Luego nos vamos a dormir en camas, después de habernos duchado con agua caliente.
Amanecemos con un desayuno de fiesta, es el cumpleaños de Carmen y la empresa que dirige le regaló una canasta de desayuno. Es abundante. Invita a cuatro ciclistas hambrientos, y aún así hay alguna cosa que sobra.

Me despertó Carla a las nueve, “Manu son las nueve, vení que nos prepararon un re desayuno”.

Salimos a recorrer la ciudad a pie; nuestro deambular es azaroso, nos perdemos, nos metemos en mil ferias, viejos negocios, puestos de venta callejera, y volvemos a almorzar con el comentario de lo linda que es Asunción. Por la tarde aprovechamos para hacer nuestras cosas: recorrer más ferias, arreglar pinchaduras, bucear en librerías de usados, cambiar plata, comprar sandalias. De noche nos quedamos solos en la casa, toda la familia salió a celebrar el cumpleaños de Carmen. Cenamos, y hay algo de hogar.

- ¿Quiere té?
- No, gracias.
- Mire que hay, eh; ya está preparado.
- No, gracias, tomo tereré.
- Más fresco…
- Costumbre nomás

A la mañana siguiente nos despedimos, agradecemos la hospitalidad, y comenzamos a pedalear la ciudad rumbo a la aduana. Vamos a tomar una balsa que cruza el río Pilcomayo hasta Clorinda, Formosa. Unos policías antidrogas se acercan con una complicidad sospechosa, revisan nuestras cosas mientras nos preguntan en clave, entre bromas, si llevamos marihuana. Les decimos que no una y otra vez. Se cansan de buscar, y nos dejan seguir camino. Parecen desilusionados. Compartimos la balsa con algunos camiones y alguna gente de a pie. Un rápido trámite de por medio, y estamos en Argentina otra vez.


* Oga porã: en guaraní, bello hogar.

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