Misiones, la tierra sin mal

Salimos temprano del último pueblo correntino. El intendente, que nos había dado un lugar en la municipalidad, nos recomienda visitar la fiesta de la mojarra, una fiesta local, de la ciudad de Azara. Además nos da indicaciones para el viaje. Antes de irnos ocurre algo gracioso: alguna persona de la municipalidad nos había prestado unos diarios y revistas locales. En la despedida del intendente alguien se los devuelve a él. Mira un poco extrañado y luego los toma. Más tarde lo comentamos divertidos. Nadie se hace cargo.
La ruta es hermosa: por momentos asfalto, por momentos piedra, la cinta gris corta el monte verde subiendo y bajando, hacia un lado y hacia el otro. Las chicharras se ocupan del concierto. La pedaleada es muy agradable. Alguna pinchadura, nada que no se pueda solucionar.
La fiesta de la mojarra se realiza en un balneario sobre el río Chimiray y queda de camino, antes de entrar al pueblo. Nos acercamos, hay muchas carpas, muchos autos, mucha música, colchones, ventiladores, tíos y abuelos, parrillas y olor a asado. Hay una entrada y alguien nos ataja en ella. La entrada se paga. Le contamos del viaje y de que no tenemos para pagar, queremos pasar un rato nomás, almorzar quizás y seguir camino. El hombre duda, nos rebaja. Le agradecemos y le explicamos que no es nuestro interés pagar. Lo saludamos y damos la vuelta para seguir camino cuando nos llama. Que pasemos pero que hasta las seis de la tarde, cuando llega la mayoría de la gente y empieza la fiesta oficialmente. Aceptamos y pasamos estudiando el panorama para instalarnos. Hay puestos de venta de comida atendidos por vecinos del pueblo: se vende fruta y verdura, pan, carnes asadas, artesanías. Hay un puesto en el que están juntando firmas y una consigna: No a Garabí. Nos cuentan: existe el proyecto de hacer una represa en Garabí. Eso implicaría que quedara sepultada bajo el agua mucha tierra, hectáreas de monte y el mismo pueblo. La gente debería mudarse el pueblo. Como en la película de Tim Burton, El Gran Pez, un pueblo bajo el agua. Firmamos. http://www.noalarepresagarabi.com.ar

Feria, de esas llenas de puestos de comida, trapos, artesanías y música, que aturde, más de una música, y, quienes compran y venden, de pie, como hablando, en círculos, ahora que llueve ni se deben escuchar, ahora en círculos aguardan que la lluvia termine, que la lluvia pase, dicen, y se refugian debajo de algún techo, agua fría en el río de agua caliente entre las piedras y los bordes altos de la selva.

Nos vamos para el río con un par de jabones. Usamos jabón blanco porque es neutro, no contamina. Y nos bañamos dentro del río, lavamos las calzas, las remeras. Los vecinos nos miran de reojo, curiosos pero como si nada. Mientras tanto hay música, mucha música: parlantes por todos lados, la cumbia compite con el chamamé, el reggaeton y la música electrónica no se quedan atrás tampoco. Buscamos un lugar alejado y nos instalamos. Hacemos unas compras de verduras y nos mandamos uno de esos asados vegetarianos para el recuerdo. Luego siesta y engrasar las bicis y leer y ese tipo de cosas. Estamos disponiéndonos a salir, a volver a la ruta a hacer lo que nos falta para Azara, cuando se larga a llover. Nada grave, nos demora un poco. Entretenemos la demora con mate y pan con dulce. En la vida del bicicaracol conviene seguirle el ritmo al camino, cuando se lo quiere apurar las cosas no funcionan. Además amenizamos con algunos placeres, como comer, por poner un ejemplo.
Cuando afloja la lluvia salimos. Ya es casi de noche. Entre que estamos medio húmedos y medio cansados decidimos intentar repetir la experiencia de la noche anterior y pedir algún lugar para pasar la noche. Cuando estamos entrando en Azara nos damos cuenta de que el pueblo es bastante más chico de lo que pensábamos. Esto de imaginar las ciudades por el tamaño de la letra en que figura su nombre en el mapa puede ser algo inexacto. Pedimos lugar en la comisaría. Nos atienden unos policías bien jóvenes, más bien chicos, no pasan por mucho los veinte años. No tienen lugar. Entonces probamos en la Iglesia. Nos atiende el padre Enrique, un alemán que hace tiempo está en la parroquia. Es muy simpático, con su acento y su pinta de gringo colono en misiones. Nos cuenta que estuvo en Colombia mucho tiempo, que le gusta Latinoamérica, que ya es su casa, más que Alemania, que de Colombia se fue a recuperarse físicamente a su país de origen: la guerrilla le mató varios compañeros. Y después se vino para acá. Mientras nos conversa nos habilita un salón. Que lo disculpemos que no va a estar, que se baja al río para la fiesta, nos dice y se va. Hay un jardín hermoso. Hay baño. Nos instalamos contentos, comentamos la sensación de que algunas cosas fluyen sin esfuerzo. Como si estuviéramos siendo cuidados.
A la noche salimos a caminar al pueblo. Jugamos dos pesos a la quiniela provincial, un peso al 2850 a la cabeza por favor, y otro a los diez, dice Carla mientras miramos divertidos sin saber de qué está hablando. Una cerveza mirando a la gente pasar y nos vamos a dormir felices.
El camino de Azara a Concepción de la Sierra nos confirma que estamos en Misiones: monte verde profundo, tierra roja, subidas y bajadas, subidas y bajadas, sinfonía de chicharras, humedad, mariposas, hormigas gigantes, arroyos –no hay duda, estamos en Misiones. Le damos al pedal redondos como si hubiéramos llegado a algún lugar. El descanso es un arroyo que canta bajo un puente. El agua aparece por un túnel verde, corre entre las piedras, se pierde por otro túnel. Mientras siesteamos se larga a llover, un rato nomás, y el sol vuelve a aparecer.

Lluvia finita, tropical, lluvia de a ratos, de a cada rato. Nosotros debajo de un puente, más corriente en el arroyo, más verdes las hojas, más mojado el pelo. Barro si llueve,  y olor a naranja, a planta de tabaco, una lombriz entre los dedos. El río es un antes y un después. Mañana mezcla de aire frío y de aire caliente. Llueve después del mediodía, siempre, ya sabemos, hay que prepararse.

Subimos a la ruta, continuamos por la ruta 2, es una ruta hermosa para ser pedaleada: casi nada de tránsito, el asfalto impecable, sube y baja las sierras y el verde. El paisaje es increíble; cuando la selva se abre aparece el río Uruguay, perdido bien abajo, los mil verdes de las plantas, la elegancia de los árboles, chacras con bueyes, plantaciones de tabaco y caña, quintas con maíz, zapallo, mandioca. Vamos para arriba de la sierra despacito en un cambio liviano, y bajamos rápido en un descanso vertiginoso. En algunos descensos alcanzamos los 50 km por hora. Las bicis, con alforjas o trailer, bajan estables.

Cementerios, unos pocos, pero llaman la atención, cruces, flores y molinillos sobre la tierra, muchos colores en parcelas chicas. Algunos tienen casillitas, de diferentes tamaños, una bien pegada a la otra. Siete, conté siete, y es que son pueblos chicos, pocas familias, pocos viejos. La muerte es pintoresca acá, y mágica la de las mariposas, que son muchas pero viven tiempito nomás, viven para salir volando, para dar unas vueltas a saltos cortos, una vida fugaz, una vida que es casi muerte.

Parada con mate y cambio de cámara por pinchadura. Medio tarde seguimos para San Javier buscando una parada con río Uruguay. Llegamos al filo de la noche, y cansados comenzamos a buscar sitio para pernoctar; el camping es pago, y alguien ofrece el jardín de su casa. Nos instalamos; algunos se zambullen, otros se quedan conversando con el dueño de la casa y un amigo. Al rato la situación se pone un poco pesada: el amigo tomó un poco de más, y no nos sentimos del todo cómodos. Rechazamos varias invitaciones a tomar unos tragos, cenamos, rechazamos repetidas invitaciones de un pollo por el borracho, y nos vamos a dormir.
Amanecemos temprano, con el sol; desayunamos y salimos. Pasamos por la panadería y el almacén, y ruta 2 otra vez. Siguen el verde, las subidas y bajadas, la ausencia casi total de tránsito. Hacemos veintipico de kilómetros y paramos sobre el río. Zambullida, lavado de ropas y cuerpos, fruta y almuerzo. La siesta nos agarra como de costumbre, luego mate, lectura, escritura, mate otra vez, y salimos a pedalear. Amenaza lluvia, así que cubrimos las bicis. Al rato llovizna fuerte, el agua aplaca el calor. Se siente muy bien. Hacemos unos kilómetros y la ruta se pone interesante –las subidas y bajadas son mucho más pronunciadas. Trepamos despacito, inaugurando los cambios más livianos. Las subidas siguen y se nos acaban los cambios. Bajamos de las bicis y las empujamos cuesta arriba, pero como todo lo que sube baja, tomamos velocidad al bajar y vamos acariciando el freno. Así tres o cuatro veces, hasta que nos empezamos a cansar del ejercicio, y la ruta nos sorprende: la bajada sigue y sigue y pasan los kilómetros, uno, dos, tres, seis, hasta que nos deposita en Panambí. Nos instalamos en el camping municipal, a orillas del río Uruguay. Es gratuito y muy lindo, tenemos tiempo para matear, caminar el pueblo y cocinar con luz.
Salimos de Panambí a eso de las 9 de la mañana, bastante tarde, pero está nublado y el sol no lastima tanto. La ruta 2 sigue siendo el camino ideal para pedalear. El río Uruguay ahora es más rojo y más correntoso. En los altos del camino hay un tema recurrente: qué lindo lugar para vivir éste. Pedaleamos poco más de 30 km y paramos a almorzar. Pedimos prestado un terreno a orillas del río; el sitio es un paraíso, el agua canta, el bosque da sombra, está lleno de mariposas y bichos de colores nuevos. Hasta hay moscas interesantes, una suerte de moscardones enormes de un verde metálico.
Otra vez amenaza lluvia luego de la siesta. Otra vez subidas y bajadas de las que hay que pisar el asfalto y empujar la bicicleta. Otra vez el verde, la humedad, el monte, los arroyos. Nos vamos acomodando a Misiones, vamos entrando en el ritmo del lugar. La pedaleada es linda y dura; llegar a los 50 km nos cuesta en esta geografía –en terreno llano hacíamos 70.

Cuando vuelvo al camino vuelvo a mi lugar. Delfi siente que hacer menos de cincuenta kilómetros diarios es una lástima. Horacio quiere llegar a Iguazú antes del treinta y uno de enero. A mí me gusta estar en movimiento, las fluidez de dejarse llevar por la ruta.

Santa Rita nos recibe para la hora del mate. El plan es usar Internet e irnos a acampar a algún arroyo. Primero nos tomamos unos mates, y luego salimos a buscar un cibercafé, señal wi-fi o algo así. Nada de nada –con nuestra mentalidad globalizada no entendemos que tanta gente viva al margen del triple doble ve. Quizás la globalización no sea más que la mundialización de un tipo determinado de cultura, y esta gente no vive al margen de nada. Quizás nosotros estamos al margen, y ellos están viviendo el verdadero río.
Se nos hace tarde, decidimos probar buscar un lugar para dormir, un baño, secar ropa, un recreo para recuperarnos. No tenemos suerte: la municipalidad está cerrada, el intendente no está en casa, el cura tampoco está en la iglesia, bomberos no hay. Nos dicen que a cuatro km hay un lugar de acampe. Ya es casi de noche. Salimos rápido, medio desorganizados, es todo bajada, vamos tomando velocidad, estamos demasiado pegados entre nosotros, en la ruta aparece un grupo: chicos, algún adulto, perros. No tenemos tiempo a frenar, tocamos bocina, frenamos un poco, la gente se corre, los perros no, seguimos frenando. Cuando parece que pasamos, un chico amaga a tirarnos su bici, Horacio se distrae, toca la bici que va delante de él, vuela por encima de la suya, y aterriza en el asfalto. Los chicos se van, los perros se van, los adultos se van. Queda un pie bastante lastimado y un cuerpo que duele. Primeros auxilios, gasas, vendas, palabras de aliento. El último kilómetro lo hacemos despacio, un poco pedaleando y otro poquitito a pie. Es noche cerrada, no encontramos el lugar de acampe, preguntamos, nos indican, llegamos. Un vecino nos ofrece agua, parrilla, nos muestra el lugar. Nos instalamos, hacemos un fuego, y al rato estamos comiendo un guiso de lentejas y vegetales con un cielo estrellado como techo, y la moral otra vez alta. Algunos, como tantas otras veces, duermen al aire libre, un poco para evitar la maniobra de las carpas, otro poco para disfrutar el entorno.
Amanecemos y decidimos quedarnos hasta la tarde, luego de descubrir que el lugar es hermoso; el arroyo de agua transparente y los árboles nos comparten su intimidad de monte. Nos acomodamos, ordenamos, lavamos, leemos, secamos, engrasamos cadenas, escribimos, hacemos macramé, comemos… en fin, estamos. Al final nos quedamos una noche más, hay reparaciones que hacer, cuerpos que descansar, Hori se está recuperando, Naio aprovecha para soldar en Santa Rita un caño del carro que se quebró.

Salvo que nuestra especie decida lo contrario, Misiones es una tierra donde no hay un solo hueco sin verde –hasta en los troncos marrones de los árboles crecen otras plantas, otros troncos, y musgo, helechos, orquídeas, enredaderas, lianas. La tierra rojiza hace que todo parezca a veces una foto vieja, los colores transformados por el tiempo, con la ayuda de las nubes, que siempre están ahí o por llegar, agregando gris y azul y agua, siempre siempre el agua.

Caminando el pueblo, hablando con la gente de las colonias cercanas, nos llama la atención el hecho de que la gente hable más el portugués que el castellano. Alguien explicará que hay mucha inmigración brasilera, otro especificará que la inmigración es alemana-brasilera, alemanes que migraron a Brasil y luego de algunas generaciones cruzaron el río. En la escuela se enseña el castellano a los chicos que crecieron en portugués. En las colonias se toma mate, se cultivan hortalizas para el consumo de las familias, se ordeñan vacas, se seca el tabaco en grandes galpones para exportarlo a países “desarrollados”. Los gurices son rubios como los papás, la vida es tranquila, la gente dice que tiene suerte de estar en Misiones. En general no viajan mucho, pocos conocen Buenos Aires, es que es tan lindo por acá que para qué salir, ¿no?, explica el chapista con la soldadora alógena en la mano, te llevás una reposera al río, algo para pescar y qué más necesitás, ¿no?
Marechal dice que cada animal tiene un círculo definido y cerrado, un baile que sabe bailar. El ser humano busca su lugar, crea su propio círculo, o lo encuentra. Y así vamos bailando, raspando la libertad y la felicidad. En estos lugares todo esto parece una cuestión más sencilla, que ni siquiera la deben pensar.
Pasamos el almuerzo y la siesta en un arroyo a la vera de la ruta. Comemos y al rato llega una familia. Los chicos rubios, los papás también; él se dedica al tabaco y es portero de una escuela; ella quiere ser maestra, se cansó de las vacas, dice, y entonces terminó la secundaria a distancia y está en el primer año del magisterio, tiene que viajar a la ciudad y quedarse allí toda la semana en los tiempos de cursada. Hace frío en invierno pero tienen una cocina económica, de esas a leña. Mientras, los chicos juegan divertidos en el agua.
Hacemos unos kilómetros, pocos, y llegamos al arroyo Chafariz. Armando las carpas y buscando leña hacemos mucho ruido –hay mucho pasto alto y piedras y un poco de temor a las yararás. Cocinamos mientras hay luz. Las papas a las brazas acompañadas de arroz y salsa tienen gusto a fiesta. Se nubla, y cuando estamos dentro de las bolsas de dormir comienza a llover.
El despertador suena a las cinco de la mañana, levantamos campamento, y desayunamos avena, galletas y mate. A eso de las siete ya estamos en la ruta. Pedaleamos 20 km y estamos en El Soberbio, bien temprano. Nos ponemos de acuerdo en ir primero a una oficina de turismo, recabar información sobre los Saltos del Moconá (un Parque Nacional cercano), en base a eso decidir el camino a seguir, y mandar señales de vida por internet. En una agencia de turismo nos atienden bien, sin comprar nada y preguntando mucho. Al final decidimos no ir a Moconá: el arroyo está crecido y tapa el puente de acceso, así que probablemente no se pueda entrar, además no hay agua potable, y probablemente el camping sea pago; lo más importante es que la ruta que sale del parque hacia la ciudad de San Pedro está prácticamente intransitable estos días a causa de la lluvia –eso determinaría, de entrar a Moconá, tener que volver hasta El Soberbio; 240 km de más, que esto implicaría, no nos resulta atractivo hoy.
Pasamos el almuerzo y la siesta en la bajada al río de un camping privado. El rito tiene olor a despedida: nuestro plan es cruzar Misiones y subir hacia el norte costeando el río Paraná –ésta sería nuestra última parada sobre el Uruguay. Quizás subamos por el lado argentino, quizás por el paraguayo… lo decidiremos más adelante. Nuestra hoja de ruta se va tejiendo y destejiendo de este modo, una mezcla de deseos, intemperie, posibilidades, y quién sabe qué más. Nos desconcertamos un poco cuando nos preguntan cómo siguen o en cuánto tiempo llegarán a tal lugar. Ahí sacamos un plan, como para decir algo, como para decirnos algo. Nos habían dicho que el camping era gratuito, pero cuando nos estamos yendo aparece la dueña del lugar, son veinte pesos aclara. Nos sorprende. Por un lado es justo: usamos los baños, el agua del dispenser, la heladera…

Más cerca de la menina, dice, y cuando abro los ojos lo tengo atrás, un pibe alto, que en realidad está con otros cuantos, niños morenos de dientes blancos, se tiran al río desde una punta alta, hola, le digo, hola, le escucho decir después de un lapsus. Cierro los ojos de nuevo, gritos agudos bastante cerca, niños, juegan, se dicen cosas al oído, yo no escucho pero igual no entendería, desde hace unos días quiero agua y me dan queso, acá dicen todo a medias, no es que quieran desinformarnos, o ocultar algo, es que dicen poco, y despacio, a veces en un portugués que ni se deduce, a veces en voz baja. Vamos y volvemos y volvemos a ir. Algo les pasa con el otro; nosotros, yo, vos, secos, se quedan cortos. Ahora suenan las nubes, y antes de que me moje la lluvia, el pibe alto corre, me salpica, y me invita a jugar.

Hay algo que nos molesta, no es el hecho mismo de pagar, pero nos sentimos más a gusto cuando en la hospitalidad no hay un pacto económico de por medio, y todo es más espontáneo. Luego reflexionamos que hicimos mal en asumir que todo sería gratuito como venía siendo. Más tarde experimentamos una especie de contrapunto: estamos saliendo para San Vicente, recién subidos a la ruta, cuando se larga a llover fuerte; nos refugiamos bajo un alero, tomamos unos mates, pasamos un rato, la lluvia no afloja y se hace tarde. Ya no tiene sentido seguir pedaleando, decidimos quedarnos por ahí. Pedimos alojamiento en un galpón en construcción. Al fondo había una casita. Que sí, que no hay problema, llamo al dueño y les aviso. Compartimos unas charlas con nuestra anfitriona, mientras su hijo juega en la galería. Nos sentimos bienvenidos, como en casa. Después de cenar llega el marido. Viene de trabajar. Le hacemos un lugar para que entre su camión. El piso está húmedo. Los bicicaracoles terminamos durmiendo todos en la caja del camión.
Partimos bien temprano, como ya es costumbre. La pedaleada es dura pero la vista es hermosa: amaneció con mucha niebla, con el elevarse del sol ésta se fue disipando, pero aún quedan bancos sobre el cauce del Uruguay. La ruta sube la sierra, abajo el monte verde se pierde difuminándose en la niebla del río.

Neblina, sobre el agua, en el aire, el cielo gris, al final del camino, y una gallina cruza la ruta, y una mujer con un machete también, y yo una luz roja en medio de la noche negra.

Hacemos 30 km y paramos, cansados, a comer. Cuando estamos en plena siesta, el cielo se nubla de improviso y empieza a soplar fuerte el viento. Amenaza lluvia. Juntamos nuestras cosas, guardamos los platos sin lavar, y salimos a hacer los últimos 20 km que nos separan de San Vicente. El camino se nos hace corto, y cuando entramos en la ciudad caen las primeras gotas. Nos dan alojamiento en el cuartel de bomberos, y aprovechamos la tarde para comprar comida, ir a hacer arreglos a la bicicletería (en Bicimanía nos atienden genial, nos hacen precio en los repuestos, y algunos arreglos de pura cortesía), subir fotos al blog, comprar algunos libros, sábanas, yuyos cereales y pasas en la dietética, etc. Los bomberos nos dan una parrilla, baños con duchas, una galería donde dormir, unas hojas de cocún y limones del jardín, en fin, nos sentimos como en casa.
Amanecemos noche entrada todavía. Desayunamos una avena poderosa con frutas, cereales y miel, y entramos a la ruta a las siete de la mañana, cosa que constituye un hito en nuestra trayectoria. Esas horas que cuestan a la mañana (amanecemos a las 5), se las robamos al sol de mediodía –total, después nos dormimos una siesta en alguna sombra; así la pedaleada se hace posible en este enero de furia y rock and rol.
Nos proponemos hacer 40 km antes de almorzar; la ruta 14 es ahora la antítesis de lo que fue en Corriente: banquinas asfaltadas, anchísimas, y casi nada de tránsito. La pedaleamos como si bajáramos un tobogán. En un pueblo llamado 2 de Mayo paramos por una fruta y seguimos aprovechando lo fácil del camino. Subimos un poco y luego la ruta empieza a bajar y bajar. Nos deslizamos por una ruta secundaria que une la 14 con la 12. Los caminos livianos facilitan que aparezca el paisaje; cuando el camino nos va llevando como hoy, hay más energía para mirar alrededor. A lo lejos, allá abajo, se pierden las sierras entre la bruma. El día está nublado e inusualmente fresco. Los kilómetros se van sucediendo mágicamente. A media mañana tomamos un mate en un poblado llamado Urrutia. Seguimos un poco más, el camino nos conduce hasta la plaza de la ciudad de Alcázar. Esta mañana dejamos atrás 70 km, otro récord para los bicicaracoles. Durante la siesta se nos acerca un hombre; está bastante tomado, y cuenta algunas historias que le duelen, como si necesitara contarlas. Pasa un auto, estás más duro que talón de oso, risas y saludos, como si se conocieran, como si hubieran escuchado su relato. El auto se aleja haciendo ruido.
Pedaleamos otro rato y llegamos a la ruta 12. El camino es bueno, muy transitado pero con banquina ancha. No nos molestamos con los vehículos motorizados. Las pendientes son importantes, bajadas vertiginosas a 50 km por hora, y subidas lastimosas a 6. Paramos en Caraguatay a hacer compras, nos comentan que hay un camping municipal, con río y gratis; no lo pensamos mucho y vamos para allá. Es sábado, así que está un poco poblado. El río es muy lindo, ancho, con mucha piedra, zonas de piletones profundo y otras con pequeños saltos. Hay un auto con música a todo volumen que preferiríamos no estuviera, pero pasamos una buena tarde. Terminamos el día con unos abundantes tallarines con salsa. Nos quedamos dormidos sobre el pasto, sentados, apoyados sobre un compañero, recostados. Al rato alguien se despierta, avisa, y acomodamos las bolsas de dormir.
La diana suena a las cinco. Desayunamos, lavamos vajilla, juntamos bártulos y salimos a la ruta. El camino es desafiante, sentimos que cada kilómetro se lo tomamos a la ruta. Hacemos 35 km por la mañana, la mitad de lo que hicimos ayer, pero sentimos que el logro es mayor. Breve intercambio de palabras entre los caracoles que quieren seguir y los que quieren parar. Nos instalamos en una placita de las afueras de Eldorado. Los procesos de toma de decisión de la caravana son algo llamativo: formamos asamblea, proponemos opciones, votamos, y tomamos alguna determinación. Como en la democracia ateniense, hay que ver cómo se hace un uso refinado de la oratoria. Alguien dijo que no hay que fijarse tanto en lo que las palabras dicen, sino en lo que hacen. Entonces bajo argumentos políticamente correctos, como el de hacer muchos kilómetros, conocer la cultura de algún lugar a través de su gente, cuidarnos del sol, o alimentarnos correctamente, se proponen en realidad siestas faraónicas, bacanales romanos, travesías interminables e inhumanas, y paradas de descanso tan largas que no queda tiempo para cansarse. Por ahí debe andar el arte de la oratoria: en decir todo aquello que todos quieren escuchar, pero que no puede ser dicho abiertamente.
El almuerzo es reparador, y coincidimos en que es la plaza más linda de Misiones. Después de pedalear un rato por la tarde, entramos a Puerto Mado. Habíamos elegido esta población porque nos habíamos cansado de pedalear, porque está al mismo tiempo a orillas del Paraná y cercana a la ruta 12, y porque en el mapa figura más como un poblado que como una ciudad. En la arbitrariedad de nuestra decisión no estuvo presente el grado intenso de hospitalidad con el que nos están recibiendo. Puerto Mado es un paraje hermoso: un conjunto de casas de madera, con sus cercas y cultivos, un destacamento de prefectura, un acceso de tierra roja, un río ancho, abundante, torrentoso, y algunas decenas de rostros dispuestos a la sonrisa. Puero Mado es también la gente que quedó después que la fábrica se declarara en quiebra y cerrase. Los más, se fueron a la vera de la ruta 14, colonia Las Delicias, que ahora tiene acceso asfaltado, casas de material y locales con vidrieras; los menos se quedaron fieles al río, al monte. La orilla vecina lleva algún nombre del Paraguay. Algunos se dedican a pacero: llevar a la gente para un lado y para el otro en botes de remo. Para la harina y el aceite conviene de un lado, para las zapatillas y la electrónica conviene del otro. Para las otras cosas, pasan de noche, cuando la autoridad duerme sabiendo.
Al rato de llegar, luego de un chapuzón y mates en el río, nos ponemos a conversar con la gente del lugar, y entonces aparece una casa en construcción como para que la ocupemos, y una parrilla, y una invitación a unos pooles después de cenar… y así con infinidad de cosas. Y cuando ya nos estamos sintiendo muy bien, con el fuego prendido y preparando la cena, se acerca Adriana con sus gurices y nos invita con reviro, una comida local a base de harina, agua y aceite, y nos charla su vida: sus alegrías, sus dolores, sus ideas. Y escuchándola mientras golpea con la espátula de madera el reviro en el caldero sobre el fuego, sentimos que hablamos con alguien que sabe.

Llegamos a Puerto Mado, calles de tierra roja, bajada empinada al río Paraná, casa de chapa, casa de madera, niño, niña, cancha de fútbol, escuela, casa de chapa, y nos prestan una casa de madera. Dice que no hay problema, duerma adentro o afuera, dice, hay leña, hay agua, baño, hay canilla, no hay luz, no importa, ya nos acostumbramos a andar sin luz. Al rato, a la noche, mientras cocinamos bajo un cielo de hojas, se acerca una joven ojos negros pelo negro, que habla, nosotros nos callamos y ella no deja de hablar. Se agacha sobre el fuego, luz negra, y revuelve una olla con una espátula de madera, luz negra desde la casa de enfrente, la abuelita allí en una silla, la abuelita que la joven ojos negros pelo negro cuida, porque tiene ciento cuatro años, y a los ciento tres se olvidó de todo. Hay que transmitir la cultura, dice, y dice que la mejor cultura es la comida. Es caro, la comida, las cosas, por eso hace reviro, harina, agua, aceite, otros le agregan variaciones, a gusto, según los nutrientes que querés que tenga, dice, y hay competencias de velocidad, quién hace el reviro más rápido, y también quién el más novedoso; dice que por eso cruzan a Paraguay, cinco pesos el bote, es más barato allá, cruzan a comprar. Mado es María Magdalena en francés; un hombre llamó así este lugar en honor a su hija. Dice que tiene once hermanos, cinco hijos, que había perdido el trabajo, cuando a la vez se separó, el marido se fue con otra chica, y no sabía qué hacer, no sabía, pero hizo pan, no podía lavar ropa porque estaba embarazada del quinto, débil, enferma, dice, tuvo depresión, y dice que la marihuana es medicinal, más tarde la dejó el otro novio. Dice que pasaron de alquiler en alquiler, que al final se vino acá, al campo, lejos, cerca del río, a pesar de que la gente decía que no era un buen lugar para depresivos. Revuelve con la espátula de madera. Acá todos tienen cucharones tallados. Ella habla del que sabe hacer, y del que no sabe hacer, y si no sabés hacer no andás bien en ningún lado, no te podés arreglar, dice. Hay música en una o más casas lejos, es casi la misma música, una suerte de cumbia, y no nos molesta, porque sólo la escuchamos a ella. En Misiones hay herencia de guaraní, y de portugues, y a veces nosotros no entendemos nada.

Cena abundante, cielo negro negro salpicado de estrellas, mezcladito de vino y gaseosa en el almacén del pool. Al rato somos varios conversando, y el vaso pasa de mano en mano. Algunos son prefectos. Más tarde, nos dirán los vecinos, que son macanudazos, dan una mano, comparten la vida del pueblo. Al día siguiente se escucha cumbia a todo volumen desde el destacamento mientras entre el caqui del uniforme aparecen panzas al aire que combaten el calor con tereré.
Estamos tan bien en Puerto Mado que decidimos quedarnos la mañana, y salir después de la siesta. Hacemos río, reparamos bicis, leemos, juntamos piedras, paseamos. Almorzamos unos chapatis con los hijos de Adriana, pasamos la siesta y salimos a pedalear.

Mañana siguiente, vamos por la bajada empinada al río, alguien, abajo, habla guaraní, no entendemos nada. Una niña paga cinco pesos para cruzar en bote el río para llegar a la tierra de enfrente para visitar a sus padres. Tendrá unos catorce años. Sujeta un bolsito con fuerza mientras viaja. Se lanza hacia un abismo extraño pero cotidiano. El bote se aleja, va hacia la derecha para después dejarse llevar por la corriente y volver a la izquierda. Al ratito toca la orilla. Hay sol, hay una corriente suave. La cultura se transmite, se va, con ella, se viene, con nosotros.

Colgué la camisa chorreando de un pilote clavado en el agua, y me senté a su lado para leer, mientras ella tomaba nota de lo que ocurría para después escribir otra versión de esta historia.
Mientras tanto el bote, y otro más que venía acercándose, traían y llevaban pasajeros de uno a otro lado por cinco pesos.

Antes de la ruta frenamos en el almacén y arreglamos una pinchadura. Se nos hace tardísimo, y sólo hacemos siete kilómetros antes que se ponga el sol. Un hombre nos ofrece una casilla de madera que tiene junto a su casa. Aceptamos. La casilla está elevada sobre pilotes. Acomodamos los aislantes, ocupando todo el piso. Cenamos sándwiches y nos dormimos, casi sin desarmar el equipaje. Al amanecer salimos a la ruta, se suceden las subidas y las bajadas, el monte, las plantaciones de pinos, los arroyos. La ruta sigue siendo cómoda, muy transitada pero de banquina ancha. Estamos motivados: tenemos el deseo de llegar a Puerto Iguazú por la tarde, destino final para algunos, primera gran etapa para otros.
El camino sigue, pasamos un espejo grande de agua, que es la represa Urugua-í. Paramos por unos mates, pedaleamos un poco más. El haber salido temprano y las nubes amables que nos esconden el sol hacen que el pedalear sea más fácil; en la parada del almuerzo el cuentakilómetro marca el número 55 –nos restan sólo 25 para llegar. Paramos en la casa del guardaparque del Parque Provincial Punta Península. Los guardaparques, hospitalarios, nos dan un lugar en la galería para almorzar y refugiarnos de la lluvia que comienza, nos convidan unas sandías interminables, y agua fría con cocún. Compartimos mates y charlas por la tarde. Todo es muy agradable hasta que aparecen las abejas, decenas y decenas de abejas, molestas como mosca de campo, se nos posan sobre el cuerpo, se meten entre la ropa, y cuando alguno se descuida se siente enseguida el aguijón. Vamos coleccionando picaduras y malestar. Probamos varias estrategias, nos movemos, nos quedamos quietos como estatuas, nos duchamos creyendo que las atrae el sudor…No hay caso, siempre es un enjambre de abejas que nos siguen. Cuando, un poco cansados de la situación nos disponemos a partir, nos cubre una nube negra que anuncia aguacero inminente, y las abejas desaparecen todas juntas como si respondieran a una orden. El guardaparque nos explican que las abejas le escapan a la lluvia porque no la sobreviven. Al ratito está lloviendo y nosotros mateando en la galería. Pasan panes con mermelada, charlas sin rumbo, y mirar llover sin palabras. Cuando la lluvia se aleja las abejas vuelven y nosotros nos vamos.

A veces sí, elije un cuento cortito, que dure el rato, no vaya a quedar por la mitad; igual ahora no, agarró uno cualquiera y lo lee pegadita a la pared de la galería, bien pegadita que no le pegue el agua –que está lloviendo más de costado que de arriba. Las abejas que andaban pululando, chupando la sal de nuestra piel, se fueron, ya antes, anticipándose a las nubes negras.

Un rato de pedaleo y llegada a Iguazú con la sensación de que algo se cierra. La ciudad nos recibe con toda la parafernalia turística. Hay algo de falso, algo que no había en Puerto Mado, en Bonpland, en Soriano, y en tantos otros pueblos y parajes. El alfajor está $3, no hay camping municipal en la ciudad ni camping agreste en el Parque Nacional, los bomberos no nos reciben en el destacamento. Hay casas de cambio, oficinas que ofrecen turismo empaquetado, chicos mendigando en los semáforos, extranjeros consumiendo en los free shop. Luego de un rato largo de dar vueltas, cedemos a un camping pago, barato pero feo. Nos vamos a dormir con el plan de salir bien temprano para pasar el día en Cataratas y, ante todo, escapar de la ciudad que, como tantas otras, es la ciudad de la furia. En el camping se amontonan varias carpas, la mayoría de los acampantes son artesanos; un grupo sigue de largo toda la noche, cartas, vino y música. El despertador suena a las cinco y la cosa sigue; un tipo está bien borracho, y él solito escucha rock a todo volumen. Le pedimos que apague la música, al final afloja pero se pone a cantar a los gritos. Hay algo de desafiante y de mostrarse, una necesidad de ser visto. Al final discutimos sin llegar a nada. Desayunamos y nos vamos, cansados. La primera noche que pagamos para dormir, y una de las peores.

Volver a un pueblo chico o al descampado donde no haya turistas como nosotros, donde no haya comercio, donde la moneda represente una tangente social, indispensable sólo para ciertos ritos de lo que hemos dado en llamar civilización. A 200 m. acceso Hotel Orquídeas, Sr. Turista, Complejo Turístico Americano, Spa de la Selva, Visite Refugio de Animales Salvajes, Imágenes de la Selva, Informes Turísticos, Camping a 100 m. Más a la derecha: República Argentina Parque Nacional Iguazú Patrimonio Natural de la Humanidad Bienvenidos Bem Vindo Welcome.

Salimos a hacer turismo a las Cataratas. Mientras la policía turística nos niega un lugar para dejar los bártulos, nos escucha un hombre que está trabajando en un Cristo de madera y metal. Se presenta: Tito Figueredo, que le gusta lo que hacemos, que nos deberían apoyar, que viajar así en bicicleta… Nos ofrece su casa para guardar las cosas; resulta ser un amigazo, un tipo sencillo y cariñoso, chofer de ómnibus de pasajeros, jubilado, con su mujer se van de viaje en una combi Volksvagen preparada para camping; Tito suelda, hace relojes de madera, juega con su nieta. Nos da una mano enorme para hacer dos alforjas con bidones plásticos que Naio reemplaza por el carro. Dos tachos plásticos atornillados al portaequipaje, fuertes, estancos y cabedores.
Aunque llegamos temprano a Cataratas, ya está lleno. Micros y micros de turistas. Se escucha español, alemán, portugués, guaraní y algún otro idioma más. Filas para sacar entradas, para acceder por molinetes, para subir las pasarelas. Grupos de excursiones guiadas, comandados por personas que explican, arrean, recomiendan, permiten, invitan. Los miramos divertidos. Hay algo llamativo en la fauna turística internacional –podríamos estar en las pirámides egipcias, en el Machu Pichu o en la muralla china, y sólo cambiaría el escenario.

Pensamos en voces altas, que el agua de las Cataratas sigue cayendo, aunque sea otro día y ya no las veamos, y que siempre fue así, y habrá alguna parte de nosotros allá en Bella Vista, andando sola, y acá nosotros. Y así todo, sin necesidad de que seamos testigos. El mundo sigue girando.

Por momentos nos encontramos solos con la selva, con el agua, con el poder de la naturaleza, con lo salvaje de los animales; en ese instante todo el circo queda olvidado, entonces las palabras no sirven. Hacemos silencio frente a lo grande.
Por la tarde volvemos contentos a Iguazú. Resolvemos el alojamiento en la comisaría, donde nos prestan un espacio del parque. Amanecemos y nos damos un día libre, hay varias cosas planeadas: arreglar bicicletas, conseguir repuestos, cambiar pesos por guaraníes (para Carla, Hori, Naio y Manu que siguen para Paraguay), conseguir pasajes (para Delfi y Magui que vuelven a Buenos Aires), visitar librerías, pasear, descansar, celebrar el logro de haber llegado. Pasamos el día en esas cosas y en algunas más. Por la noche vamos a una estación de servicio que tiene un espacio para camiones, cerca del cruce a Brasil. Pedimos permiso, nos duchamos, charlamos con los camioneros, cenamos, celebramos el fin de la etapa con chocolate, hacemos balances, y nos disponemos a dormir al sereno sobre las bolsas. Estamos en eso de dormirnos cuando se acerca un guardia de seguridad, que de modo alterado nos dice que nos vayamos. Intentamos explicarle que su compañero del turno anterior nos dio autorización, indicándonos el lugar para acampar; no hay caso, no hace lugar al diálogo. Levantamos los bártulos de mala gana, y otra vez a las bicis. Estamos evaluando opciones sobre la ruta cuando se acerca un gendarme invitado por nuestro amigo guardia, que nos escucha, nos entiende, y nos recomienda acercarnos a la aduana. Allí una gendarme nos permite dormir en el estacionamiento; desplegamos aislantes y bolsas de dormir sobre el pasto, y enseguida estamos como en casa de nuevo.
El desayuno tiene gusto a despedida. Abrazos, besos, recomendaciones. Escriban, manden el relato del viaje a Buenos Aires, sigan subiendo cosas al blog. Y nos vamos pedaleando cuatro, mientras dos nos despiden. Trámite aduanero, salida de Argentina, entrada a Brasil, pedalear un rato, salir de Brasil y entrar a Paraguay.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué lindo lo que cuentan¡¡¡ Algún lagrimón se me escapó.Felicitaciones a los que se volvieron y mucha fuerza a los que siguen¡¡ Sería tan lindo que llegaran los cuatro juntos a Bella Vista¡¡¡.Muchos besos. Adriana

Anónimo dijo...

Todavía no logro descifrar qué es lo que me causa el texto (es sinestésica la cosa)
..
Aunque, lo más probable es que,
los extraño
..

Que viva la ciencia,
que viva la poesía,
que viva
viva
vi
v

Ustedes son
tan libres

D.