Salta, introducción a lo ancestral

Capitan Page es el primer pueblo que nos recibe de la provincia de Salta, después de atravesar el límite con Formosa, el martes 22 de febrero. El límite es virtual, como se nota en los mapas por su perfecta rectitud, y cruzarlo nos deja esa sensación –ridícula por ser pura taxonomía – de haber completado algo. Nos despedimos de la extensa y generosa Formosa.
El panorama de Page es repetido: pueblo ubicado entre la ruta 81 y las vías muertas del tren –una distancia de entre tres y ocho cuadras, más o menos.
La señora González nos dice que podemos dormir en la capilla. No nos queda mucho día. Cocinamos una falsa entraña a la leña. Nos visita un chico en bicicleta, que nos observa mientras preparamos la comida. A algunas preguntas responde con la cabeza, afirmando o negando; a la mayoría de las demás no las contesta. No habla en toda la noche. Dividimos la comida en cinco, dando por primera vez; y así como nos vienen dando, así porque sí nomás, de ese modo recibió su ración el chico sin nombre, sin emitir una sola palabra. Con mucho silencio, con mucho cielo rodeándonos, vastísimo y estrellado, sintiendo la tierra ancestral en el aire, comimos. Habiendo terminado su plato, el chico se levanta y se va. 
Dormimos a los pies de San Antonio de Padua. Cuando suena el despertador, escuchamos la lluvia que golpea la chapa del techo, entonces seguimos durmiendo. Desayunamos, leemos, escribimos, y entrada la tarde, con cielo nublado, salimos a la ruta con el objetivo de hacer pocos kilómetros hasta el siguiente pueblo, Los Blancos. Los kilómetros entre uno y otro pueblo no sufren modificaciones, claro, pero sí el tiempo que tardamos en llegar –es que además de largarse a llover, a Carla se le rompe la rueda trasera, que se mueve para todos lados sin respetar el eje. Será eso, serán las bolillas, será la masa, será lo otro… de una u otra forma, no tenemos las herramientas necesarias, ni el conocimiento. Hori y Manuel se separan, apresurando la marcha, para llegar a Los Blancos y ver si pueden conseguir una camioneta para buscarlos. Naio y Carla completan el tramo restante, que se hace eterno, un poco andando bien despacio, otro poco a pata, bajo lluvia, después bajo un sol imprevisto y demoledor. Para completar la escena: aparecen mosquitos; una prueba de resistencia. Al final llegan, como pueden. Los cuatro nos reunimos nuevamente en la comisaría de Los Blancos, donde nos ofrecen la mesa del comedor para hacer nuestros sándwiches de verduras. Después de comer alfajores de postre, nos ofrecen sopa. Dudamos, pero sólo dos segundos. Después del segundo round y otro poco de lluvia, nos despedimos y nos instalamos en la galería de la entrada de Fundapaz, donde esperamos a nuestra amiga Ele. Tomamos unos mates largos que, para algunos, también incluyen siesta. Y luego de un chinchón en el que Naio se hace acreedor de tres panes dulces, aparece Ele: viene patinando sobre el barro con las ojotas rotas en una mano y cara de cansada ¡Hola! ¿Me ayudan a empujar? Nos quedamos con la camioneta acá cerquita, explica. Salimos todos en rescate del vehículo, en patas, sintiéndonos un poco mejor: nuestras bicis también necesitaron de un empujoncito de más para vencer el barro.
Volvemos embarrados e inauguramos la ceremonia de la casa: Ele abre, nos instalamos y empezamos a cocinar un guiso con verduras y carne que ya habíamos conseguido, nos sentamos en la cocina, nos ponemos al día, nos bañamos, cenamos, hacemos una sobremesa larga y cuando nos damos cuenta ya es bien entrada la madrugada; empezamos a respirar un aire de recreo, relajamos los horarios, cambiamos el menú, nos despreocupamos de planificar día. Nos gusta esto del recreo, además Manu y Hori están enfermos, les duele la garganta y tienen fiebre. El médico les receta antibióticos e ibuprofeno -además de llenarlos de paquetes de pastillas con nombres raros por las dudas. Todos esos factores hacen que nuestra estadía en Los Blancos se prolongue. Habíamos hablado de quedarnos dos noches, se hacen cuatro. Ele chocha, total me hacen compañía, dice.
La parada en el pueblo se nos va en poner en condiciones las bicicletas –al final el problema de Carla son las bolillas de la rueda trasera, Hori y Nacho hacen alforjas delanteras con bidones con la ayuda de Don Ibarra, un herrero muy simpático al que invitamos a cenar unos chapatis (Carla ya se habia hecho unas alforjas de arpillera en Paraguay, Manu había traído unas hechas desde Buenos Aires. Todos comprobamos la eficiencia de equilibrar el peso aliviando un poco la rueda trasera), intercambiamos libros con Ele, abusamos de Internet y ponemos al día el blog, visitamos en repetidas oportunidades a una vecina que vende pan casero hecho en horno de barro, leemos, Manu se introduce en el mundo de la apicultura por medio de Horacio, un apicultor de Fundapaz, y sueña con un futuro de vida agreste y autosuficiente, alargamos las sobremesas con mucho café, una novedad en el viaje, celebramos con algún vino, caminamos el pueblo y le sentimos el pulso en los encuentros con los vecinos.

Finalmente salimos, bien temprano, un Domingo por la mañana. Ele madruga para desayunar juntos, y salimos abrigados porque hace frío. Pedaleamos una ruta muy parecida a la de Formosa, con un poco más de pasto en la banquina, cactus bien altos, igual de desierta… Pasamos el poblado de Morillo con una parada de descanso sobre la ruta y después de un trecho más, completando sesenta kilómetros en el día, entramos a Pluma de Pato. El pueblo es una avenida de tierra con un alumbrado público, algunas casas, muchas calles de tierra que hacen curvas y se enredan consigo mismas en una madeja de charcos y chanchos que pasean. Paramos en un kiosco y hacemos unos mates que acompañamos con el último pan dulce de Gildo. Nos aprovisionamos de frutas y pasas de uva (a un precio llamativamente bajo) y nos vamos a buscar lugar para pasar la tarde y la noche. Después de buscar un poco damos con una maestra que nos da autorización para usar la escuela. Todavía no empezaron las clases y el edificio está lleno de animales: los chanchos se pasean con sus crías por el patio, en un cubículo del baño nos sorprende la presencia de una cabra, las gallinas señorean por el jardín.

La escuela está tomada por los animales, les pedimos permiso y nos hacemos un lugar para acomodar nuestras bicicletas. Para usar el horno de barro esquivamos unos chanchos que se hacen a un lado, el perro se acomoda bajo la mesa sobre la que cocinamos y cenamos, a la noche una araña desmesuradamente grande y peluda se pasea por el patio –cuando la queremos alejar amenazándola con movimientos de la mano como si fuera un animal doméstico, nos encara estableciendo con claridad quién es el visitante y quién el local, armados con un pedazo de un marco de ventana sacamos a la cabra que se parapetó en el baño –obviamente, cuando nos alejamos a hacer nuestras cosas la cabra vuelve y se instala otra vez.

  En el patio hay un horno chileno (parecido a un horno de barro pero hecho con un tacho de metal cubierto por ladrillos o adobe) y decidimos usarlo: nos proveemos de harina, grasa y levadura y cocinamos panes, tortillas, panes rellenos y coronamos el día con unas pizzas a la piedra. Armamos las carpas sobre el escenario, bajo techo, pero armamos las carpas en estrategia defensiva frente a la presencia de la araña descomunal que nos visitó durante la cena.

Antes de que amanezca estamos en la ruta otra vez, los destelladotes prendidos son una señal de que los días se van acortando. Como ayer, salimos abrigados porque también está más fresco. La ruta sigue bien plana, van pasando los kilómetros con rapidez. Hacemos una parada de fruta, sin descender de la bicicleta sobre la entrada de Dragones y una parada más larga, de tortilla y mermelada en una sombra en el pueblo de Hickmann. Aquí nos despedimos de la ruta 81, tomamos un desvío de ripio que nos lleva Embarcación, sobre la ruta 34. La ruta 81 nos llevaba en sentido Noroeste, cruzando Formosa y el este de Salta. La ruta 34 baja hacia el sur, acercándonos hacia la zona de San Salvador de Jujuy. Empezamos a pedalear y el ripio enseguida se hace sentir. Bajamos la velocidad, ajustamos el equipaje que se quiere caer con el traqueteo y ponemos en ejercicio la paciencia: hay mosquitos otra vez y el sol se hace sentir, ya cerca del mediodía. Bien cansados llegamos a Padre Lozano, un pueblo que queda a mitad de camino, entre Hickmann y Embarcación. Bajo la sombra de unos algarrobos, frente a unos vagones abandonados merodeados por cantidades de cabras y chivos, almorzamos los panes rellenos que hicimos ayer. Antes de quedarnos dormidos nos trasladamos a capilla y nos instalamos bajo un quincho a sestear.

En bicicleta hacemos el trayecto que en algún momento hizo el tren. Hoy las vías y los vagones y las estaciones duermen un sueño sin tiempo. Las estaciones son casas, puestos de gendarmería; los vagones y las vías herrumbradas son un signo de otra historia: de una vida distinta, con otra dinámica, con una fluidez oxidada hoy en el sueño férreo.

Al rato aparece un nene, nos ofrece pan casero, cuenta que lo amasa su tía y que él lo cocina en un horno casero: una lata agujereada bajo la cual hace fuego, una parrilla sobre la que pone el pan, y una tapa que es una cacerola con brasas arriba. Cuenta que por la tarde vende los panes en su bicicleta, de casa en casa y la invita a Carla a pasar por la plaza a la nochecita, va a estar vendiendo papuchas (papas fritas) y sánguches. Compras y visitas a la salita de primeros auxilios y cena de papa hervida y arroz para cuidar a nuestros sistemas digestivos que se están haciendo notar.

Desayunamos y salimos un poquito más tarde que los últimos días. Completamos el ripio hasta embarcación y volvemos al asfalto de la ruta 34. Durante el camino aparecen los cerros y nos empezamos a sentir en el Norte. Además la vegetación cambia considerablemente: todo es más verde, el clima más húmedo, hay mangos otra vez, plátanos, y árboles que habíamos visto en Paraguay y en la zona de Formosa cercana a Clorinda. Buscamos mangos pero parece que ya pasó la época y los árboles están pelados. Pedaleamos la ruta 34 que es muy transitada y subimos y bajamos las primeras cuestas salteñas. En Pichanal, con sesenta kilómetros en el día, decidimos que es suficiente trecho pedaleado por hoy y nos metemos en la ciudad. Después de dar algunas vueltas por edificios municipales, nos instalamos en el Polideportivo Municipal. En el trayecto pasamos por panaderías y verdulerías y nos hacemos de una buena cantidad de comida invitada por la gente. También compramos unas humitas para celebrar los tres mil kilómetros de viaje y el vendedor nos invita unas empanadas. Almorzamos bajo unos árboles y pasamos la siesta intentando escapar, sin éxito, de las hormigas. Por la tarde en la bicicletería de Burgos ponemos a punto las máquinas (aprendemos a limpiar la cadena con un cepillo de alambre, bastante más práctico que hacerlo con kerosén o gasoil; algún cambio de cadena y piñones) y nos alegramos con la noticia de que es posible llegar a Humahuaca atravesando el Parque Nacional Calilegua. De vuelta al Polideportivo cocinamos una ya tradicional falsa entraña en un lugar cedido por Julio, el sereno de un centro de jubilados vecino al Polidertivo. Finalmente, con su autorización nos quedamos a dormir ahí; en la municipalidad nos habían apalabrado un lugar con ducha y parrilla y todo se queda en unas idas y vueltas de buena intención pero que mueren en una burocracia de llamados, subalternos y encargados que nunca aparecen. Nos lo tomamos con calma mateando bajo la sombra y haciendo nuestras cosas.
Nos levantamos en la mañana oscura y temprana, y sin baño partimos con Calilegua en la cabeza como objetivo. Con viento de frente, y algunas paradas para ir al baño, para comprar fruta, para comer algo, rodamos la ruta que empieza a subir. En eso andamos, que de sorpresa aparece un cartel enorme: entramos a Jujuy.