Corrientes, la tierra de los dos besos

Argentina otra vez. Comenzamos con algunos miedos. Nos habíamos acostumbrado. Nos iba bien. Argentina era lo nuevo. Paradójicamente, si consideramos que todos nacimos y crecimos en este país. Pero como bicicaracoles somos de nacionalidad uruguaya.
Al final y a pesar de nuestras resistencias nos empezamos a acomodar. Inauguramos la primera noche sin pagar estadía. Cedimos con el tema del agua caliente, pagamos por un termo. Por los demás no, hicimos un fuego. Más tarde, sobre la bici, cuando se tiene tiempo de sobra para pensar le doy vueltas a esto de no pagar por alojarse. No es sólo un tema económico. Es un poco también una proclama de que, habiendo tanto espacio en el mundo, no debería cobrarse un lugarcito para una carpa o dos. Eso nomás necesitamos, un espacio para una carpa o dos. Un arroyo. Un árbol. Si todos tuviéramos eso, o mejor, si todos nos diéramos cuenta que eso es de todos, que comprarlo siempre es una ficción, un juego de papeles de colores y palabras serias, algo en nosotros se arreglaría.

No llegamos más, no se ve el pueblo, se mueve, camina sólo. No llegamos más, y con el río seco la vida seca, pero igual avanzamos, hacia un pueblo sin verduras, avanzamos porque falta poco, un poquito nomás. Todo cambia, todo el tiempo cambia todo, y a veces las cosas caminan solas, el suelo de repente está rojo, el campo verde loro verde selva, el cielo naranja y violeta, y de nuevo el suelo blanco; todo más grande, crece la Luna y las pupilas, crecen plantas de zapallo en las panzas vacías. Y ahora que llegamos, árboles de flores amarillas, parece todo estático, las calles, las casas, las sombras, las hamacas, como si no hubiera nadie, como si la gente se hubiese ido, porque todo se mueve, todo cambia.

Pablo se vuelve a Buenos Aires. Muchos no lo conocíamos al partir de Tigre. Resultó un tipazo. Y divertido. Vamos a extrañar sus explicaciones sobre física y química. Aprendimos palabras como polimerizar. Y algunas otras. Que ya no recordamos.

Desarmamos campamento bastante tarde. Cuando salimos al camino el sol está ya bastante. En seguida se hace notar. Tomamos un camino de ripio que sale a la ruta 14, a la altura de Colonia Libertad. El camino es muy difícil. El ripio tiene mucha arena. El sol ya está altísimo, la sombra cae justo debajo nuestro. Tenemos ganas de tomar un camino secundario que nos llevaría a la ciudad de Bonpland, evitando un buen tramo de la ruta 14. La ruta 14 es una ruta nacional que conecta Buenos Aires, el Litoral, Uruguay, Brasil, Paraguay. Hay mucho tránsito de camiones y turistas. Y en algún momento se ganó el mote de ruta de la muerte. Y con razones. Queremos evitar la 14 a toda costa. Así que buscamos el camino secundario. Preguntamos a algunos paisanos que pasan. Ambos nos dan la misma explicación: es un camino que va atravesando campos, hay que ir abriendo tranqueras, pedir permiso. Además ninguno está seguro que llegue a Bonpland. En algo son rotundos: hay que tomar la 14. Sin muchas ganas les damos crédito, nos olvidamos del camino secundario y seguimos el ripio rumbo a la 14 pensando en camiones y turistas ansiosos.

Sobre el ripio hay bastante tránsito. Pasan camionetas fortísimo, no aflojan ni un poco al vernos y nos dejan inmersos en nubes de polvo. El sol está ahora francamente insoportable. Además habíamos calculado que eran diecinueve kilómetros. Ya pasamos los veinte y no hay noticias de la ruta. Preguntamos a una chica que pasa en auto. Nos dice que faltan como quince kilómetros. Puede ser un poco más o un poco menos, nos avisa. Claro, a las velocidades de los autos esas distancias son insignificantes. Pero con este calor, con este ripio, la diferencia entre diez y veinte kilómetros es enorme. Decidimos parar en alguna sombra a refrescarnos. Mejor parar antes de estar totalmente agotado, es más fácil recuperar. Empezamos a buscar una sombra. Hacemos un par de miles de metros y no encontramos nada. Los árboles están metidos en los campos, sobre el camino no hay nada. Al final dejamos las bicis contra una tranquera con candado, saltamos la tranquera y nos metemos en un montecito de propiedad privada. Agua fresca. Aparece un melón, está bien maduro. Nos distendemos. De pronto estamos muy bien otra vez. Nos quedamos un rato y salimos otra vez al camino, renovados, con la moral alta.

roja la tierra bajando

el sol secando la humedad
de la última noche


el resto se lo lleva el agua

El mismo ripio, el mismo sol, otra actitud. Pedaleando, la actitud es como el cincuenta por ciento, si no más. Nos permite superar situaciones difíciles o hace que cosas relativamente fáciles parezcan imposibles. Hacemos los últimos kilómetros, que son diez. Llegamos agotados a la ruta 14. Nos acercamos a un almacén solitario. Nos permitimos un capricho y compramos una gaseosa fría. Pedimos agua. No atiende una señora muy simpática con cara de gringa llamada Marta. Le pedimos permiso para tirarnos en alguna sombra a almorzar. Nos ve la pinta de exhaustos y se compadece. nos invita a pasar a su patio, hay un árbol y un pileta de lona. Que usemos la pelopincho, que pasemos al baño y nos sirvamos agua. Nos acerca unas reposeras y una mesita. Compramos un poco de verdura, pan y queso y almorzamos unos sánguches. Marta no se cansa de malcriarnos: agua fría, hielo, agua caliente para el mate. Nos metemos al agua, dormitamos, escribimos, leemos. Pasamos la siesta. Nos sentimos en un club Med. O mejor.
Cuando pasa el calor hacemos unas tarjetas de agradecimiento para dejarle a nuestra anfitriona, nos despedimos y montamos otra vez el camino, que ahora es la ruta 14. Donde subimos hay un desvío. Se está construyendo un puente. Al rato nos enteramos que toda esta zona de la ruta está en construcción: se está haciendo una autovía de dos carriles para cada mano. Autos y camiones siguen transitando por la ruta vieja, de un carril, pero al costado corre la ruta nueva. Está casi toda asfaltada salvo algunos tramos de ripio y tierra bien apisonada. Hay carteles que prohíben el tránsito sobre la ruta sin terminar y vallas que impiden que entren vehículos… motorizados. No lo dudamos y subimos a la ruta en construcción, tenemos toda una ruta de dos manos para nosotros sólo. De vez en cuando pasamos grupos de hombres vestidos de naranja que trabajan sobre el camino. Saludan sorprendidos y divertidos y seguimos camino. A algunos metros está la otra ruta, la de los camiones, la de los autos ansiosos. Vemos varias situaciones peligrosas. Parece que el tiempo fuera otro en la otra ruta, que no alcanzara. El tiempo es dinero dijo Franklin. Se ve que tiene varios seguidores.
En nuestra ruta es otro, un tiempo caracol. Despacito se llega lejos, leímos en alguna pared de un pueblo. El atardecer es mágico. El cielo es una fiesta de nubes blancas, grises, rojizas, naranjas. El verde de los campos se hace más intenso. La luz, única. Cuando se termina de guardar el sol llegamos a un puente sobre un río. Hay un hombre de naranja. Está pescando. Es el río Miriñay nos cuenta, y salen dorados y otros peces. Salen más algunos metros río arriba, donde el curso hace una curva. Pero el se tiene que quedar sobre el puente porque su trabajo es cuidar las máquinas. Corroborando sus palabras nos muestra un arma que saca de un bolso y se guarda en la cintura. De vez en cuando sale algo, dice él, y se lo lleva para comer en casa. Le preguntamos para acampar en la orilla del río. Nos dice que no hay problema, que dejemos las bicis sobre el puente que él las mira. Nos pide que nos vayamos temprano, para no tener problemas con el capataz. Aceptamos. Mientras cenamos a orillas del río, con el cielo despejado cruzado de vez en vez por estrellas fugaces los autos pasan arriba. En otro tiempo.

Existe una cercanía, un apoyarse, dejarse apoyar. Contacto. Después distancia. Todo el tiempo un como-si-nada. Silencio. Hablar de otras cosas, de lo de siempre, de lo más lógico. Leer en voz alta. Escuchar en voz alta. Un río de palabras a borbotones dibujando una línea que no termina nunca. La frenamos, como para que termine de una vez. Mate, descanso, charlas prácticas. Carpas, compras, repuestos para las bicis. Hora de cocinar. Las bicis descansan apoyadas sobre los árboles, mirando el río de reojo, sabiendo el camino más que nosotros, gastadas. El camino. Más que nosotros. Gastadas.

Recibimos al amanecer desayunando. La vista, bajo el puente, es hermosa. Juntamos los bártulos, arranchamos las bicicletas y comenzamos a darle al pedal tempranito. Seguimos por la ruta exclusiva para bicicletas. A media mañana pasamos dos restos de camiones que humean en la banquina. Hay gente, policías. Nos dicen que chocaron el día anterior y se prendieron fuego. Uno de los conductores pudo salir de su camión y está bien. El otro no salió. Nos entristecemos un poco. Al costado de la ruta corren las vías del tren. El tren que anda poco y lento porque las vías están en mal estado. Los camiones siguen pasando por la ruta uno después de otro. Cuánto más racional sería invertir en recuperar el sistema ferroviario argentino, como propone Pino Solanas en La última estación. Además muchos pueblos se salvarían de desaparecer.

Pedaleamos un rato más y llegamos a Bonpland. Un pueblo chico. En el mapa es una perlita más que engarza el Gran Capitán en su recorrido por el Litoral, el mismo tren que corre junto a la ruta que vamos pedaleando. Llegamos con todo el calor encima. No pensamos más que un poco de agua en la que zambullirnos: una río, un arroyo, un laguito, una cañada. Nos cruzamos con un chico en bicicleta y le preguntamos. Dice que hay un laguito para bañarse, que él se mete. Está unos metros más adelante, frente a la estación de tren. El laguito es una especie de fuente con agua estancada. Hay carteles que prohíben el baño. En el almacén nos dicen que el agua está muy contaminada. Desistimos del baño. Lo cambiamos por una buena sombra y unas frutas en una vereda. Cuando nos recuperamos un poco hacemos unas compras en el almacén y nos metemos en un terrenito para almorzar y pasar la tarde a la sombra de unos árboles. Al rato ya nos apropiamos del espacio, aparecen calzas secándose al sol, aislantes desperdigados por ahí, libros, botellas de agua, instrumentos, y una infinidad de cosas que parecen superar ampliamente la capacidad de nuestras alforjas. En plena ocupación del predio llegan dos chicas. Están vestidas de bombero, hola ¿quién es el organizador? Hola, no tenemos organizador ni líder, somos un poco anarquistas, bromeamos, pero puede hablar con cualquiera. Al rato estamos conversando. Nos cuentan que están organizando la seccional de Bomberos Voluntarios del pueblo, que es bastante nueva. Los sábados a la tarde suelen usar ese predio para algunas actividades pero que les parece que ese sábado no iría la gente. Nos cuentan de la historia del pueblo, del oficio de bombero, del camino para Paso de los Libres. Les contamos sobre nosotros, sobre el viaje. Nos recomiendan acercarnos con José Lezcano. José es profesor, tiene una bicicletería y escribe poesía. Él nos va a saber decir del camino. Es que José organiza excursiones con sus alumnos de varios días por la provincia, algunas a pie y otras en bicicleta. Nos acercamos y conocemos a José, macanudo. Intercambiamos algunos libros de poesía y compartimos algunos mates. Además nos da una mano con la caja pedalera de la bici de Manu que está haciendo ruido. Dejamos Bonpland contentos, nos gustó el pueblo y nos gustó su gente. José nos regaló un libro que recupera historias del pueblo y los alrededores. Historias sencillas que van armando un collage que pinta la existencia de un pueblo correntino y la salva del olvido. El libro y sus historias nos acompañan un buen rato.

Subiendo contra Corrientes

El río juega a las escondidas; tras el sol que descarga; la luna se llena. La ruta, la de la muerte dicen, hace honor a su nombre; nunca antes sentirse tan seco.
A poco la gente se ve, nuevas fronteras, el río de los pájaros pintados, fruta venida a su tiempo, libertadores humanitarios. Entrada la selva, nuevamente subidas, desmonte.
Prefecto.

Subimos otra vez a la ruta 14, a la de las bicicletas. Vamos charlando despreocupados, uno al lado del otro. De vez en cuando el asfalto se corta, y se hace de tierra pero en seguida vuelve. De vez en cuando miramos a la ruta de al lado: bocinazos, frenadas, la gendarmería que controla. El contraste nos hace disfrutar más nuestro lado: el cielo azul, las nubes, el campo verde y el viento en una sinfonía que va dirigiendo el sol a medida que se va. La hora de la luz mágica otra vez. Pedaleamos los últimos kilómetros bajo las estrellas. Nos nos preocupa la oscuridad porque la ruta sigue siendo nuestra. Armamos campamento en una estación de servicio de Paso de los Libres. Algunos se bañan, otros usan Internet, otros cocinan. Mientras cenamos conversamos sobre lo fácil que se nos están dando algunas cosas. Como si estuviéramos siendo cuidados.

Estación de servicio. Me estoy lavando los dientes y entra un tipo grande con andador. Es el baño de una Esso que está en la entrada de Paso de los Libres, sobre la catorce. El tipo entra acompañado de alguien más joven que puede ser el hijo, y apenas entra el viejo, que le falta un ojo, petiso por encorvamiento, con las rodillas vencidas para afuera, nariz grande aguileña, pelo desorbitado, el viejo apenas entra me dice: “a secarse bien el bigote, eh”, y con una alegría jovial se dirige al mingitorio, mientras el otro, con seriedad cansada, no sé qué hace –tal vez sólo esté ahí nomás, parado esperando. Entre otras palabras divertidas se va, seguido por el otro. Son las seis de la mañana en este mundo que habitamos los humanos.

Al amanecer estamos otra vez en la ruta 14. Pero ahora ya no hay más camino exlusivo para nosotros. Sólo una cinta asfáltica estrecha por donde circula todo el tránsito. Sin banquina ni nada. estudiamos el panorama, tomamos coraje y empezamos a pedalear. Vamos por el filo del asfalto, sobre la línea blanca. Formamos una fila bien ordenada, como enseñaban en la escuela. Vamos cerca uno de otro. El que va a atrás va cuidando la retaguardia y evaluando los vehículos que vienen de frente. Cuando se cruzan dos camiones, uno que viene de atrás y otro de frente, o cuando un camión no se distancia lo suficiente, grita ¡abajo! y entonces toda la fila desciende del asfalto en un solo movimiento. Pasan los camiones. Saludan con bocinazos amables. Entonces la bicicleta que está última grita ¡arriba! y toda la caravana caracol sube en forma simultánea, como una serpiente que rodara. El ejercicio se repite incansables veces hasta que nos es natural. Mientras los kilómetros van pasando en los mojones junto al camino. El terreno es bien llano y, a pesar de las bajadas del asfalto que nos demoran un poco, vamos rápido. Somos algo compacto, pura organización, pura concentración. El paisaje queda un poco relegado, toda nuestra energía está en la seguridad. Al rato llegamos a Tapebicuá.

Al mediodía o así llegamos a Tapebicuá, un pueblo sin verduras. “Tanta tierra y no plantamos –dice una señora en el almacén –nos da por ser haragán a nosotros”. Y a la vuelta de una esquina, de esas peladas a la inclemencia del sol del mediodía, nos regalan un puchero.

Pueblo chico, sombra, sánguches, siesta. Esta vez ocupamos la sombra de la placita del pueblo. Frente hay una comisaría y un chico y una chica que la atienden. Nos ofrecen baños, agua fría, agua caliente para el mate. Aceptamos todo, claro, y al rato Delfi está conversando y mateando con la policía mientras usa la computadora.

La señora llega a la Comisaría y dice que el hermano le pegó. No está lastimada, tiene sólo un rasguñón, en la sien. Llega con su marido, que no habla, sólo mira, las paredes húmedas, el mate en la mesa, el ventilador de techo, que rebota. El hermano de la señora aguarda afuera; él dice que al revés, que su hermana y su cuñado le pegaron. Dice no, Doña, usted quédese tranquila, si acá nadie la va a tocar. Los comisarios dicen que el hermano de la señora tiene antecedentes, dicen que es problemático. Dice ¿y cuándo me van a atender? No hay nadie más que ellos en la Comisaría. Poco viento, calor, siesta, jugo, vaso, hielo. Dice hola, Don, usted tiene que decirme qué pasó para que yo le pueda avisar al Comisario. ¿Quiere hacer una exposición o una denuncia? La señora se inquieta. Dice usted siéntese nomás. Va a demorar un poquito nomás, pero quédese.
Sólo llegan algunas frases a la esquina de la habitación, me pierde un poco el mal de ruta, y no querer escuchar tanto. Ahora hay una mujer policía, joven, toma tereré. Me cuenta que ayer, en el pueblo, hubo un baile. Dice que está cansada, le tocó guardia. 

Un rato más de pedaleada y estamos en Yapeyú. Salimos de la ruta 14, la ruta de la caravana como una fila de un ejército romano, de un conjunto de ballet concentrado en salvarse, que viene un camión y subir y bajar de la ruta y entramos en el camino de acceso al pueblo: una cinta de asfalto que serpentea un paisaje de postal, que se hace más bello ahora que pedaleamos despreocupados. El camino baja, nos mete en la ciudad y, casi sin quererlo nos lleva hasta el río y es no darse cuenta y estar ya metidos en el agua, cambiando calzas por mallas, limpiándonos la ruta con jabón blanco.
La gente que está en la costanera nos mira extrañada. Al rato se animan y preguntan que de dónde venimos, que hace cuánto pedaleamos, que hasta dónde vamos. Las primeras dos preguntas son más fáciles, para la última no estudiamos.
La costanera de Yapeyú es un lago de pasto con árboles muy añosos, de copas generosas, que se derrumba en un barranco sobre el río. De vez en cuando el acantilado permite bajar a una costa de barro rojo. La costa delante es Brasil. Se ve que esta zona no es muy habitada, en la costa sólo se ven arbustos y más allá campo y campo. La ciudad es muy linda. Se ve en los árboles que tiene historia. Y también en los restos de construcciones jesuíticas. Y está la casa de San Martín. Comentamos que éste es uno de esos lugares donde sentaríamos cabeza. Si fuera el momento. Decidimos por unanimidad quedarnos la mañana del día siguiente. Al final nos quedamos todo el día. Y la noche también. En Yapeyú nos sentimos muy bien.

No sé qué pasará afuera, mientras llueve.
Llueven flores amarillas.
Dice que muchos pájaros mueren cuando llueve.
Dicen que.
Lejos de casa,
dormir cada noche en un lugar diferente,
cerca del humo que agrieta los ojos,
cerrados, para no ver el beso acercarse.

Celebramos Yapeyú: Museos, río, ravioles con crema, la casa de San Martín, más río, dormir a la intemperie, amanecer temprano, desayunar el sol y salir a la ruta.

Las casas no tienen timbres, ni campanas, uno debe aplaudir un rato, para pedir y comprar y preguntar, porque las casas son negocios, son huertas, hay naranjas, berenjenas, miel, y el intendente es vecino, y Yapeyú es fruto llegado a su tiempo, una ciudad que cae, que madura, dulce, muerta.
Y es lo que hacemos todas las tardes, buscamos sombra debajo de algún árbol, y nos dormimos, porque llegamos a los pueblos a eso del mediodía bien cansados, y hace calor, el suelo rojo parece más rojo, pocos almacenes abiertos, casi nadie camina por ahí, sol, un gurí y un pescado, o un hombre en bicicleta, como nosotros. Y entonces la siesta,
entonces la siesta en el pasto,
la vereda,
o colchones de pino,
no circula aire,
hace ruido la madera,
los ronquidos,
la transpiración.

Ruta 14 otra vez. La formación serpiente con ruedas ya está bien aceitada. Subimos y bajamos de la ruta como una sola cosa. El escenario va cambiando; el campo abierto es cada vez más bosque, selvático, la ruta llana cada vez más subidas y bajadas, la tierra, que siempre nos fue negra, cada vez más roja. Corrientes es cada vez más Misiones. De improviso la ruta es un túnel verde, el sol se esconde, el aire se llena de ruidos: chicharras y otros insectos del monte. En Yapeyú había un cartel: tierra sin mal. Ya nos empezaba a parecer.

Nuestra parada de almuerzo y siesta se llama Alvear. Tiene Río. Bajamos hasta la costa. Prefectura nos presta la sombra, agua caliente y un baño. Todo lo demás lo da el agua. El Uruguay es ahora una cinta rojiza que serpentea el verde selva, ya no la inmensidad que sabía ser cerca del Río de la Plata. Antes la amplitud de la pampa, ahora la profundidad del monte. El río habla guaraní por acá.

Agua. Agua marrón, río. Saliendo de la ruta, el pueblo se va haciendo tarde. Amenaza lluvia. Encontramos un lugar. Hacemos nuestro lugar para desenvolver los rituales elementales bañarnos en el río, comer, y convertir nuestros deseos fútiles en conversaciones que no llevan a ningún lado. Las palabras son gotas, algunas gotas de algunas nubes, de nubes negras, gotas blancas nada que caen y se mezclan en el resto del agua, ningún lado, como nosotros. Vaciáte, fundíte.  

De Alvear partimos tarde. Un rato de ruta y se nos cae el sol. Empezamos a buscar lugar para dormir: la ruta 14 no es lugar como para jugar a las escondidas con los autos. Acampamos al lado de una balanza de camiones. Hay un puesto y los hombres que trabajan allí se muestran muy amables. Nos prestan baños y agua potable. Están interesados en nuestro viaje y conversamos un rato. La noche está despejada y el aire está limpio. Las luces del puesto son las únicas que se ven. El resto es estrellas y cielo y luna. Y es también un guiso de verduras. Reconfortante. Leemos en voz alta mientras nos vamos zambullendo en la hondura del cielo. Somos algo pequeño en una infinitud de vía láctea y nebulosas y planetas y vaya a saber uno qué más. Somos algo. Y somos todo. Y al fin la noche nos duerme.


Ruta 14 otra vez. Un tramos más, nos alentamos. Tenemos noventa kilómetros hasta Santo Tomé. Cargamos comida, agua y salimos al camino hasta donde lleguemos. Pedaleamos largo hasta que el sol, furioso, nos corre. Después de un cerco de alambre hay un pinar, una de las tantas explotaciones forestales que vamos viendo junto a la ruta. Unos fideos cocinados en la banquina y nos internamos bajo los árboles. El bosque es un lugar mágico, parece el escenario de un cuento de los hermanos Grimm. Un duende o un hada nos embruja y nos quedamos dormidos acostados sobre la pinocha. Al rato merendemos, sin beso de príncipe azul ni nada, merienda rápida y otra vez a las bicis.

El camino se hace largo. Entramos a Santo Tomé con las últimas luces. Nos recibe una luna llena enorme, no es para menos: hoy celebramos los –primeros- mil kilómetros de pedaleada. Lo celebramos con un festín: ensaladas, papas en camisa, vino tinto, chocolate de postre. Y nos damos la mañana siguiente para estar con el río. El Uruguay otra vez.

Después de la mañana libre de pedaleada, del almuerzo y la siesta salimos para Garabí. Seguimos de celebración: cambiamos la transitadísima ruta 14 por un camino secundario. Pedaleamos kilómetros y kilómetros y sólo cruzamos algún camión que transporta madera y algunas motos. El camino de a ratos es asfaltado, de a ratos es un ripio muy cómodo. Vamos subiendo y bajando suaves hondonadas, atravesando pinares. La tarde es mágica y no nos preocupa que se nos vaya haciendo de noche. Los últimos kilómetros, ya entrada la noche, se nos hacen pesados. De pronto se nubla y la luna juega a las escondidas. Entonces la noche es oscura y hay que ir adivinando la ruta. Al rato aparecen un par de luces a lo lejos. Nos acercamos y es Garabí. Nos proponemos evitar la carpa, estamos cansados para ponernos a armar. Además parece que llueve. Nos acercamos a una casa iluminada. Un cartel reza comedor, ni bar ni restaurante, comedor. Las cosas parecen simples por acá. A un comedor se va a comer, las palabras dejan las juegos complicados y nombran las cosas más desnudas: comedor, ropería.  Preguntamos por un lugar para dormir y nos recomiendan que hablemos con el sereno de la municipalidad. Dicho y hecho. Al r ato, previa consulta telefónica con el intendente nos abre el galpón municipal: baños, mesas, bancos, un lugar para tirar las carpas. Cenamos entre la ambulancia y el coche bomba. Luego algunos se van a dormir. Otros nos vamos a recorrer el pueblo. Muy chico. Muy lindo. Alfajor en la plaza, y las estrellas, sobre todo las estrellas.

A la mañana conocemos al intendente. Nos quería saludar antes que nos fuéramos. Simpático diríamos nosotros, macanudo dicen ellos. Un vecino de a pie. Otra dimensión también. Desde la ingenuidad de no saber nada de la política local hay algo que nos gusta: al contrario de los políticos de la gran ciudad, este hombre no es una figura abstracta, una idea, un cargo. Es ante todo una persona, de esas que uno se cruza en el almacén. Nos da algunos datos sobre la ruta. Nos recomienda lugares y paradas. Gracias y hasta luego. Salimos temprano del último pueblo correntino, más allá será Misiones.

Vida de perro vagabundo,
de perro que lee
y tiene deseos fútiles.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Delfi
Es muy hermoso el relato hasta ahora..
Cómo seguirá de ahora en adelante ? Continuaremos atentos a los que siguen el camino...
Aunque pudimos meternos un poquito en esta aventura, sé que será intransferible para ustedes.
Los felicitamos a todos porque lo que han logrado hasta ahora. Alentamos a los chicos que continúan. Deseamos que sigan siendo guiados y protegidos en todo momento.
Esperamos ansiosamente tu regreso la próxima semana, aunque quieras detener el tiempo y la llegada.
Muchos besos...
Mamá

Marco Tiraboschi dijo...

encaré el texto con el ritmo de los autos de la ruta 14, diciendo que iba a leer solo el principio y en un descuido me pasé al carril mágico por el que corren sus bicicletas y no solo no pude dejar de leerlo hasta el finalm sino que además me sacaron una lágrima. Los sigo con ganas. Un abrazo grande

Anónimo dijo...

Abajo...arriba...vamos con ustedes che! Somos una enorme serpiente que arranca en Misiones y termina en Buenos Aires, en nuestras oficinas, nuestras casas y nuestro interior.
Sigan viviendo lo que viven, nosotros seguiremos viviendo lo que escriben.
Fuerte abrazo desde la tierra sin tierra, el smog microcentrico y el 60 de siempre.
Gervasio, el hno de Manu

Anónimo dijo...

Gracias por la foto, se vuelve necesaria alguna señal, no saben, desde acá, tan lejos, es diferente, los días pasan distinto.
Se los ve hermosos, la foto me llevó al viaje, creo que en mi cómo estarán no me los había imaginado de ninguna forma, y ahí están, agua, fruta, sol, ojos achinados, barba.
Qué vida, cómo se la armaron, cómo la construyen,
o más que qué vida,
qué elecciones, qué buenas elecciones como para poder armarla, construirla, apreciarla.

Amor y Paz,
excaracola D, compañeros.

sofi dijo...

ey nachín, varios ne habían contado de lo lindo que estaba este espacio y ahora veo que es así.dan ganas de estar ahi, enserio.la mejor de las mejores para ustedes.el sábado volvimos del campamento, una masa los pibitos.beso a Car.
abrazooo.
sofi

Mm.. dijo...

Gracias a todos por escribir comentarios. Está bueno descubrirlos cuando tenemos acceso a internet.
Gracias Gerv por los tuyos, tan estimulantes.
Desde Formosa, una provincia muy generosa.

Maggie dijo...

Desde la foto de entrada hasta la ultima crónica siento que sigo caracoleando con ustedes, abajo de la lluvia, esquivando las hormigas, los camiones; compartiendo la comida; compartiendo, va.

Les mando un abrazo gigante y ganas para seguir!

P.D.: Car, en Posadas con Delfi encontramos en una librería la colección completa de las aventuras de Ami... te durarían todo el viaje, pensalo..