Fotos Chile

Chile, desierto con mar

El camino es un desierto. Hacia todos lados, desierto. De vez en cuando al costado de la ruta hay nieve. Antonio nos cuenta que la máquina que viaja con nosotros es una perforadora. Viene de Manaos (Brasil), de explorar una zona muy rica en minerales donde  prontamente va a instalarse una minera y vuelve a Antofagasta (Chile) de donde fue alquilada. Son 11camiones más los que traen de vuelta estas máquinas. Inocentemente hacemos cuentas de la cantidad de dinero que significa el traslado de semejantes máquinas solamente para una exploración. Concluimos que las minas mueven mucha plata, muchos intereses y mucho poder. Después de una larga subida y una larga bajada que se hace más despacio aún, llegamos a San Pedro de Atacama. Antonio estaciona su camión y nosotros hacemos el ingreso por la aduana.
Ya es entrada la tarde y arrancamos con nuestro habitual paseo por la ciudad a buscar un lugar donde pasar la noche. El panorama es un poco turbio, en la policía nos dicen que está prohibido acampar en toda la zona. Los campings son carísimos, todos los precios. Es imposible comprar ni un poco de pan. El lugar está armado para turistas, turistas con plata. Ya cae la noche y todavía no sabemos qué hacer. Nos pasaron un dato de un lugar un poco escondido para tirar la carpa a última hora. Damos una última vuelta y entramos a un local donde vemos un artesano laburando madera a ver qué pasa. “Vengan a casa” nos dice Alex. Lo esperamos a que termine y nos lleva a su casa, donde vive con su mujer y su hijo. Armamos la carpita en el patio y nos acostamos, rendidos del viaje en camión.
Mientras desayunamos charlamos con Alex. Nos cuenta de la dictadura chilena, de la música que se desoyó, los libros que se borraron, las palabras que se callaron y las personas que desaparecieron. De las puertas que se abrieron al capital extranjero, del modo de vida consumista que instaló la dictadura.

El sueño socialista tuvo la mala suerte de morirse en Chile cuando lo de Pinochet; dicen que Neruda, que como poeta vivía de sueños, no soportó el golpe. A veces parece que la realidad puede más que la poesía.

Nos despedimos agradecidos. Almorzamos algo a las orillas de un río, a la vueltita, un poco escondidos, los Carabineros no dejan pasar una.  Después vamos a buscar a Manu que calculamos debe estar llegando.

Llego a San Pedro de Atacama, Chile, cerca del mediodía. Aduana, la amable señorita me saca una bolsita de coca, revisa poco, y me deja libre la entrada a este nuevo país.
Me mensajeo con el Negro, gastando los últimos restos de crédito del teléfono, y pedaleo hacia el Pucará de Quitor para encontrarme con él y con Carla.

El viaje es un magma amorfo que avanza adentrándose en lo desconocido –sólo es concreto en el instante en que es pasado, en que se imprime como circunstancia entre las contingencias , dejando un cauce trazado. La intuición y el deseo son la guía.


Agarramos la calle de tierra camino al Pucará de Quitor y vemos la bici violeta que avanza en nuestra dirección. Somos tres por primera vez. Nos quedamos conversando en el río, tomando mates,  y armamos la carpa en una callecita obscura de por ahí.
La mañana es bien fresca, arrancamos la pedaleada súper abrigados y a medida que avanzamos nos sacamos capas de ropa. El camino sube, tenemos que atravesar un cordón de montañas. El sol y la altura nos empiezan a pegar y paramos a almorzar al costado de la ruta. Leña no hay, la inventamos con maderas y demases que juntamos del costado de la ruta. Sombra no hay, la inventamos metiéndonos en una alcantarilla por la que no corre agua. Comemos un guiso en el medio del desierto y nos amontonamos en el tubo metálico a aguantar que el sol afloje. Un poco más descansados intentamos algunos kilómetros más a ver si llegamos a la bajada prometida antes de Calama. El viento nos da de frente, las bicis al costado, caminando. Frena una camioneta y Rodolfo nos dice que falta mucho para Calama, que sigue la subida, que sigue el viento y que a la noche está helado. Él nos lleva hasta la ciudad. También nos habla de la dictadura, herida abierta. Nos cuenta que en los ’70 jugó en la U. Cuando llegamos a Calama intenta ubicarnos en la casa de un amigo suyo. No está, pero aparece Oscar, encantado de recibirnos en su casa. Vive con Zulema en una pieza con techo de chapa, el corazón es enorme. Nos invitan el tecito y nos habilitan una habitación con colchones y frazadas.

“No eres lo que tienes, sólo eres lo que das”

Nos vamos de Calama con las alforjas llenas de choclos, blancos y dulces, que nos regala Oscar. Hacemos unos pocos kilómetros y cuando llegamos al cruce de Chuquicamata estamos muertos. Descansamos en una sombra y picamos algo mientras vemos el cerro que se ubica justo delante del horizonte al que vamos. Nos parece una buena idea entonces hacer dedo y nos pasamos la tarde haciendo fútiles señas a los vehículos que pasan. Cae la noche, empieza a hacer frío, buscamos donde dormir. Nos acercamos a Chuquicamata, el pueblo fantasma está cercado y en la entrada hay una mujer que nos dice que, aunque todas las casas están abandonadas, no se puede ingresar. No, dama, imposible. Nos vamos un poco embroncados y probamos suerte en la estación de bomberos. Nos hacen un lugar en la bodega y nos convidan cafecito. David nos conversó un largo rato, contándonos sobre Chuquicamata, la mina a tajo abierto más grande del mundo. Mauricio, antes de irse, nos convida su vianda. Edwin y Esteban nos ofrecen una ducha caliente.
Buenos augurios de los bomberos y salimos temprano, con las ansias que genera acercarse al mar después de tanto tiempo. Tomamos la ruta 24 y pedaleamos la subida del cerro Montecristo con paciencia. En la cima, siempre reconfortante, comemos algo y nos largamos al vacío, asfalto abajo, las piernas quietas por varios kilómetros, la gravedad tirando para abajo, para adelante. Llegamos con el sol en la cabeza al cruce con la ruta 5. Ahí nomás nos instalamos en un puesto de carabineros abandonado. Cocinamos algo, descansamos por la tarde, y por la noche recibimos compañía. Un hombre instala su carpita al lado de la nuestra, un nómade que hace años va de pueblo en pueblo, trabajando cosechas y demases. El negro cielo estrellado y otro cordón atravesado.
Última pedaleada para llegar a la costa, de arena blanca y aguas cálidas nos dijo Alex en San Pedro. Le metemos pata. Los primeros 20 kilómetros son de una subida suave pero continua y nos agota. Recargamos con el descubrimiento de la leche fría con azúcar y avena y seguimos. Atravesamos lo que queda de continente entre subidas y bajadas hasta llegar al último cordón. Para todos lados desierto y el mar allá a lo lejos. Los 17 kilómetros de bajada prometidos igual nos hacen pedalear, el viento se encajona entre las montañas, igual que la  ruta, y tira para arriba. Llegamos a Tocopilla, nos deslizamos los últimos metros hasta el mar y nos clavamos a ver el horizonte. La arena es negra y el agua fría, opuesto a lo que nos habían anticipado, distintamente bello a lo que habíamos imaginado. Armamos la carpa ahí mismo.
Desayunamos varios melones de los que nos dieron ayer en la feria, todos los que podemos, cargarlos va a ser una complicación. Pasamos por el mercado y hacemos unos pocos kilómetros, en el camino nos cruzamos con Tres Marías. Desde la ruta, que costea el mar, vemos unos peñones que nos gustan y bajamos. Termina siendo el vertedero municipal, encontramos un lugarcito lindo y nos quedamos a leer, hacer tortillas, recolectar berberechos y comerlos con arroz. La luna sale de atrás de las montañas e ilumina la costa.

Me metí en el mar. Éso necesitaba, un buen chapuzón frío y salado. Volver a vivir. Buen humor. Ahora vamos a hacer tortillas y chocolatada.

La ruta es hermosa. Vamos al pie de la montaña con el mar encima nuestro. Desde las bicis vemos delfines que van para el mismo lado que nosotros. Parecen contentos, viajando, saltando, igual que nosotros. Pasamos un túnel y divisamos un grupito de casas y algunos barcos. Frenamos y bajamos. No es más que eso, un grupito de casas y algunos barcos. Un puerto que son algunas maderas sobre las piedras, el agua transparente, turquesa, la arena clara y unas mesitas sobre la playa. No hay mucho que pensar, nos quedamos en La Cuchara. Walter nos convida agua y Pepe, buceador, nos ofrece locos y lapas, deliciosos monstruitos marinos que acompañamos con almejas que recolectamos de la orilla. Cenamos como reyes submarinos, disfrutamos del fuego y dormimos con colchones de arena.

Hoy, al despertar, salí de la carpa cuando pasaba cerca, caminando por la orilla, un pescador. En camisa y calzoncillos levanté la mano, saludando; él levantó la mano, saludándome. Después me lavé la cara en el mar.

Por la mañana intentamos pescar algo pero terminamos almorzando un especímen que nos ofrece Pepe. Ahí nomás pasamos la tarde, entre sal y sol. Cuando atardece amenizamos con un fuego, se ve cada vez menos y luego se ve cada vez más, cuando sale la luna llena de atrás de la montaña.
Otra vez la ruta del mar y otra vez parar en alguna caleta que nos plazca. Caleta Urco. Donde terminan las casas bajamos y nos seguimos dedicando a la contemplación, la lectura y la puesta a punto de las bicis. Por la noche nos damos un lujo y cenamos Donde El Gringo, quien nos trata como amigos y nos presta un techito para poner la carpa.
Salimos temprano y pedaleamos más que los últimos días. Con mate de por medio pasamos a la I Región y paramos a almorzar en Caleta Chipana. Álvaro nos cuenta que una de las actividades en la zona es la recolección de algas. El mar las sacude, las arrastra hasta la costa, la gente las junta, las pone a secar dos o tres días, las enrolla y las vende. Así de simple. Juntamos algas, entonces, y las ponemos a secar sobre la arena. Caminamos un poco la playa y antes de que suba la marea juntamos también algunos moluscos que cocinamos para la cena.
La mañana es mate y avena al sol. Buscando leña y agua encontramos a Marisol y su marido que nos convidan con bebida y comestibles. Nos instalamos patas al mar a almorzar y aparece Matías, bicivolador que Manuel conoció en Purmamarca, con Paul, bicivolador que viene desde Alaska en dirección a Ushaia. Comemos algo juntos, charlamos un poco. Paul sigue camino, Matías se queda a pasar el día. Juntamos berberechos, hacemos tortillas, cenamos y tomamos unas birras (invita un vecino del pueblo que difícilmente puede mantenerse en pie).
Al día siguiente Matías sigue camino, nosotros damos vuelta el huiro para que termine de secar y disfrutamos de otro día de playa.

El sol se pierde entre olas majestuosas.
Las gaviotas lo saludan.
El agua para los fideos comienza a hervir.
Las algas están casi secas.
Quizá mañana partamos. 

Ya con ganas de agarrar la ruta nuevamente, enrollamos las algas ayudados por Magadalena, las vendemos y salimos a pedalear. Le damos hasta San Marcos y mientras compramos unos panes, desde el muelle unos hombres agitan los brazos, gritan y levantan vasos de vino. Allí vamos. Luego de un rato de conversación amistosa y tambaleos por parte de los amigos que estaban terminando de poner a punto un barco, subimos a la casita de hardboard que nos ofrecen para pasar la noche. Ahí nos quedamos tomando algo con Don Jano, Javier, Manolo y el Capitán, comemos un pescado frito que nos ofrecen y vamos a tomar un café a la casa de Don Jano, donde conocemos a su mujer Jimena y su hija la Chiqui.
La ruta ya está más lejos del mar y aterrizamos en Chanavayita. Almorzamos en un restaurante abandonado y armamos campamento en la playa. No en la céntrica, de ahí nos echan porque los vecinos la cuidan para el turismo, dicen los carabineros, no se puede acampar ni hacer fuego, pero acá a la vueltita hay otra. Obviamente la playa que no se cuida por el turismo es un basural, pero nos hacemos un lugarcito y leemos hasta el atardecer cuando se encienden las lucecitas de la caleta.
Arrancamos y le metemos camino a Iquique, gran y bella ciudad anticipada por los habitantes de las caletas. La ruta está más lejos del mar, y parece todo más deshabitado. A unos 20 kilómetros Manu rompe llanta y se acerca en camioneta. Iquique nos resulta enorme: Mc Donald’s, taxis, buses, mall, tráfico, semáforos. Comemos en una pensión, almuerzo completo por favor, entre los locales peor vistos. Damos algunas vueltas y nos acercamos al mall donde terminamos robando señal wi-fi para mandar señales de vida a los queridos. Cuando salimos ya es de noche y, camino a la playa para acampar (aunque está prohibido acampar en las playas iquiqueñas) un trapito nos dice que podemos armar la carpa ahí mismo en la estación de servicio. Olor a pis y terreno en declive, pero vale igual.
Por la noche escuchamos varias alarmas de autos, por la mañana no escuchamos el despertador. El camino continente adentro se inaugura con una subida bastante terrible, así que nos acomodamos donde comienza y Carlos nos acerca unos pocos kilómetros en su camioneta hasta Alto Hospicio. Las rutas están plagadas de camiones y nos tienta la idea de ir hasta Arica en un tramo, en un rato,  y no en la semana que prevemos en bicicleta, semana de desierto, además. Nos instalamos en una estación de servicio a la salida de la ciudad, alguien de todos los que van a Arica nos puede llevar. Pero no, ninguno. Hacemos noche en un terrenito que nos prestan y nos proponemos salir mañana a la mañana.

La vida es una fuente de agentes externos –las cosas no funcionan siempre como yo quiero. Aprender a aceptar la fatalidad.

Así hacemos, probamos suerte una vez más con los camiones, por las dudas, pero salimos pedaleando. El camino sube, para variar. Hay que cruzar nuevamente esos cordones montañosos. Llegamos a Humberstone pero lo único que hay es un pueblo abandonado, olvidado cuando la mina se fue. Divisamos unos árboles y llegamos a El Bosque, un recinto militar. Comemos algo a la sombrita y charlamos con unos neozelandeses que vienen viajando en moto. Después de un descansito, arrancamos por 20 más y llegamos a Huara con viento a favor. Mientras nos hallamos en el pueblo un carabinero nos ofrece una ducha.  Por la noche dormimos en un quiosquito que nos presta María Cristina.
Desde Huara hay un camino a Arica, norte de Chile, y otro a Colchane, frontera con Bolivia. Además, al haber un control de Carabineros, los camiones paran obligados. Nos parece, entonces, que es un buen lugar para buscar un camión con lugarcito para tres bicis y nos dedicamos a hacer dedo. No pasa nada en todo el día.

El viajante no espera, viaja. El turista sí espera, cuando le toca. Espera que lo atiendan, por lo menos. Por eso a veces no funciona, esperando que nos lleven no nos llevamos, no viajamos… ahí deja de funcionar.

El despertar ya es distinto. Tenemos planes y los activamos. Si no pasa nada en la mañana, arrancamos en bici a la tarde. El camino que sigue se nos presenta al principio como terrible, pero llegamos a la conclusión de que varios de los caminos que ya pasamos habían sido presentados como terribles… y no lo fueron tanto. Aparece Otilia. Nos habla, nos pregunta cómo estamos y qué necesitamos. Vuelve al rato con su hijo y un carrito repleto de cosas: papas, cebollas, sal, azúcar, café, levadura, jugo, una olla, tazas, cubiertos, ropa, bolsos, una frazada. Nos abraza, nos bendice.

Estoy escribiendo y entra un vendaval: de pronto se revoluciona la siesta y todo vuela por el aire. Miro asombrado cómo los papeles se elevan cientos de metros en el azul del cielo. La basura baila en lo alto junto con el polvo. Todo es fiesta allá arriba, entre la basura y la tierra, sólo hay que levantar la mirada.

Pedaleamos contentos por la tarde. Por pedalear, contentos, por la tarde. Bajada y viento a favor para inaugurar la ruta dirección cordillera, dirección Bolivia. Atardece y frenamos en un asentamiento minero que parece habitado pero no hay nadie. Con un poco de pudor pero con la confianza ganada en este tiempo, acercamos las bicis y armamos un fuego. Al rato llegan Hortensio y Javier, padre e hijo. Nos ofrecen agua, un techo y una tele, por si queremos mirar. Cenamos y nos metemos en el cuarto. Las noches son frías.
Es temprano, es de noche. La luna está finísima y las estrellas todas. Pedaleamos lento una subida constante y, entre todo el desierto, divisamos un toldo verde. Allí vamos a hacer la parada del mediodía. Es una tumba. No podemos rechazar la sombra, hacemos un fuego ahí cerquita y descasamos un rato mientras esperamos que se calme el sol.

Pedalear se siente bien hoy. Vamos subiendo el desierto cuesta arriba, racionando el agua. La ruta es desafío y es hogar también, nos cobija. Almorzamos junto a una ermita de algún difunto que, generoso, nos recibe. De postre nos comparte un chocolate y unas galletas que le dejaron de ofrenda. Hablamos un poco sobre el más allá; como si supiéramos, como si importara.

A la tarde salimos de nuevo. La subida no afloja. Ya de tardecita frenamos de nuevo en un mojón de la ruta. Fuego, comida y a la carpa temprano para esquivar el frío.
Le seguimos metiendo pata a la subida y a veces hay que bajarse de la bici. Claramente estamos subiendo. Cuando paramos a almorzar ya está entrado el mediodía. Notamos que afloja el desierto, hay verde, yuyos, aves, chicharras y vaquitas de San Antonio. Buscamos leña, hacemos guiso y siesta en una sombra inventada. Salimos nuevamente a la tarde, cosa que no hacíamos antes pero que se volvió necesario para avanzar en esta ruta. En una de esas curvas que nos bajamos de las bicis y caminamos cuesta arriba, se queda una camioneta con una banda de músicos. Van camino a Chiapa, un pueblito ahicito nomás, a la vueltita del cerro. Hay fiesta, por tres días, fiesta de la Santa Cruz. La buena noticia es que falta poquito para Chusmiza, el pueblo al que nos dirigimos, primer pueblo sobre la ruta en los 80 km desde Huara. Pocos kilómetros más, con una bajada amiga y estamos, en Chusmiza, colgado en el cerro, enterándonos que aquí también se festeja la Santa Cruz. La fiesta empieza hoy. En la cocina nos ofrecen agua hervida para el té y nos quedamos a tomarlo ahí nomás, entre el fuego y las ollas gigantes. También ligamos una sopita, para probarla a ver si nos gusta. Armamos la carpa en un terreno, tomamos un chocolate caliente en la Iglesia, cenamos (sopa y segundito) y charlamos con Jorge, dirigente de una comunidad aymara, para terminar en el baile.

“… no sé quién soy, a dónde llegaré, cuál es mi camino…”
Nos llaman la atención las letras de algunas canciones que llamamos un poco en broma y un poco en serio cumbias existenciales. Pero este no es el existencialismo al estilo europeo ni el cavilar del hombre perdido y alienado en la gran ciudad. Acá parece que el sujeto no está tan presente, como si estuviera perdido en los cerros, en el tiempo, en los dioses, en la vida. No perdido como queriendo salir de un laberinto, sino como si fuera parte del laberinto mismo. Es como si atrás de la fiesta de la Santa Cruz hubiera algo más, un carnaval escondido, algo más ancestral que el diablo cristiano, anterior al yo o al tú, algo atávico que tiene que ver con el misterio desnudo del estar, del mero estar aquí. Estas son las cumbias existenciales, no las del ser alguien sino las del estar nomás.

Como desayuno nos clavamos un plato de calaburca cada uno. No es un tecito ni pan con mermelada, la calaburca es un guiso con papa, maíz, habas, tres carnes distintas y si quiere le agrega picante. Vino tinto en caja para acompañar. Amenizan el amanecer Aldo, un chofer boliviano y los chicos de la banda (iquiqueña) que vienen a musicalizar la fiesta. Nos enteramos de que hay termas y allí vamos a bañarnos en agua calentita y lavar nuestra ropa. Luego almorzamos (siempre sopa y segundito) y vamos para el baile.
Así son las fiestas en la altura. La gente bebe desde que comienza hasta que termina (no el día sino la fiesta). Abunda también la comida y la extroversión por parte de quienes participan de la celebración. Alguien invita la fiesta, una pareja cada año. Esa pareja es la encargada de ofrecer la comida, la bebida y la música. Todos estamos invitados a la fiesta. Todos.
Último día de celebración, comemos, tomamos y bailamos un poco más y empezamos a armar lo nuestro para dejar todo listo. Sólo íbamos a pasar la noche en Chusmiza y terminamos a plena fiesta y terma.
Desayunamos con Alex, músico de una de las bandas que habían amenizado la velada, y Atilio (alias Boris), animador de otra de las bandas. Nosotros despertamos, ellos se amanecen. Ya sale el sol y salimos, cuesta arriba, a subir esa bajadita que habíamos disfrutado antes de llegar al pueblo. Empujamos bastante las bicis y el paisaje vuelve a ser árido. Paramos pasado el mediodía y analizamos lo que queda de camino. Parece que por allá arriba, donde se ve el camino, es el lugar más alto, de ahí empieza a bajar. Ya nos está pegando la altura y decidimos no jugarnos a tener que pasar la noche más arriba. Armamos campamento ahí nomás y calculamos hacer subida y bajada mañana.
Luego de una noche de sonidos extraños e indescifrables y un frío correspondido con la geografía, nos amuchamos pegado al fuego a esperar que salga el sol. Encaramos la subida con energía y sabemos mantenerla a pesar de las caminatas que nos mandamos de vez en cuando. Llegamos a la apacheta que marca del punto más alto, donde el camin empieza a bajar, lo que no quiere decir que deje de subir. Baja… y sube. Las nubes cada vez más negras cada vez más cerca. De a ratos largan agua, de a ratos nieve. Avanzamos rápido dudando en parar. Si nos agarra la tormenta estamos fritos. Le metemos y, cuando el viento cambia favorablemente de dirección, avanzamos a una velocidad inesperada y llegamos a Colchane escapando de las nubes.

Instrucciones para cruzar los Andes en bicicleta

Si usted planea atravesar la Cordillera de los Andes utilizando una bicicleta como medio de transporte tenga presente que, en términos generales el viaje consistirá en una interminable subida primero y en una velocísima bajada después. La subida implicará algún que otro día de un arrastrarse penoso empujando la bicicleta cuesta arriba (sí, no se haga ilusiones: subir los Andes en bicicleta es algo que se hace más caminando que pedaleando). No desespere: mantenga contra viento y marea (y contra todos los cálculos lógicos) esa esperanza que se dice en la próxima curva el camino empieza bajar, esta subida es la última, no puede haber más. Eso sí, cuando llegue la primera bajada no se entusiasme demasiado para no llevarse una decepción que puede ser mortal para su ánimo: en los Andes se usa un espacio indeterminado de picos y llanuras a más de 3500 metros de altura, entre la gran subida y la gran bajada.
Con tanto caminar quizá el camino se le haga largo y tenga que pernoctar arriba de la montaña. Acaso sufrirá algo de dolor de cabeza a causa del apunamiento, un intenso frío generado por la altura y el viento constante y hasta quizás le nieve. Cuando el cielo se ennegrezca y aparezcan las estrellas evalúe qué bajo es el precio que le cobra la Tierra por la posibilidad de dormir entre las estrellas.
Al final de la marcha, cuando ya casi se ha apagado la llamita de esperanza, comienza la bajada. Descubrirá que todo el placer de desplazarse en bicicleta se concentra en este momento: dejarse llevar cuesta abajo, los ojos entrecerrados a causa del viento, el alma convertida en pájaro y la bicicleta en una máquina de volar.

Tomamos un tecito para relajar y los Carabineros nos habilitan una casita abandonada para pasar la noche. Barremos un poco, buscamos leña y hacemos el guiso en el hogar. Tiramos  las bolsas al lado del fuego y saludamos a nuestra última luna chilena.
Desayunamos también frente al hogar y cuando ya salió el sol vamos para la aduana a hacer los papeles. Hay cola, esperamos, llenamos formularios, mostramos pasaporte. Ahí en la aduana conocemos a Edi, nos habla un poco de la ruta que viene y nos dice que lo busquemos en un rato, que tiene algo de mercadería para regalarnos. Bienvenidos a Bolivia.

Fotos Jujuy

Jujuy, donde la tierra es madre



Salimos de Pichanal con destino a Calilegua –el Parque Nacional, no la ciudad. Después de subir y bajar las primeras cuestas en mucho tiempo –desde Paraguay el camino es bien plano- nos encontramos con un cartel que nos da la bienvenida a Jujuy. Por momentos el camino es muy rápido a pesar de las subidas, no nos explicamos por qué ahora vamos tan rápido y un rato atrás lo pedaleábamos trabajosamente. Pensamos que quizás tengamos algo de viento a favor, pero no es muy perceptible cuando estamos frenados. Hacemos alguna parada de fruta y llegamos, cansados y con hambre a la entrada de la ciudad de Calilegua. Al costado de la ruta hay grandes extensiones de campo sembradas con caña de azúcar, por todos lados encontramos señales de la empresa Ledesma. Sobre la banquina decidimos armar unos sánguches, hace calor y preferiríamos hacer los pocos kilómetros que nos restan hasta el Parque Nacional, pero estamos famélicos. Mientras cortamos el pan y las verduras nos encontramos con unos bichitos que nos resultan simpáticos, son como moscas bien pequeñas. Al rato descubrimos que pican dejando puntitos en la piel, como si chuparan la sangre. Un rato más y los bichos, que resultan ser jejenes, ya no nos caen nada simpáticos, sobre todo cuando notamos que empezamos a tener las piernas llenas de pequeños puntos rojos. Comemos sánguches hasta saciarnos, lo cual es muy recomendable para el hambre, pero no es nada recomendable si se quiere seguir pedaleando algunos kilómetros bajo un sol rajante. Pedaleamos con pesadez cinco kilómetros de asfalto y salimos hacia la derecha tomando un camino de ripio que nos mete en el Parque. Son ocho kilómetros que se nos hacen duros, no por el estado del camino sino por nuestro cansancio sumado al almuerzo reciente más un sol que no da tregua. La vegetación es muy tupida, más bien selvática: hay árboles bien altos, lianas que cuelgan, un río que corre vertiginoso saltando entre piedras, a lo lejos se ven cerros verdes. Nos estamos internando en la Yunga. Al fin, cuando ya estamos un poco hartos de pedalear, nos recibe un cartel de madera que anuncia el parque. El guardaparque nos da algunas indicaciones y, después de dejar nuestras bicicletas en el lugar de acampe, nos vamos para el río. Nos mojamos –no nos zambullimos porque es bajo, corre muy fuerte y arrastra piedras, tomamos un mate, juntamos leña y empezamos una batalla absolutamente desigual con los jejenes. Adoptamos varias medidas: algunas más tradicionales, como cubrirnos con repelente y otras que son casi ridículas, como cubrirnos todo el cuerpo, a pesar del calor, cuello y cabeza incluídos. Al fin, abatidos por la lucha desigual, nos sentamos en una mesa con pinta de beduinos –por los pañuelos en la cabeza- a merendar. En la zona de acampe hay poca gente: una camioneta súper equipada con patente suiza que transporta paneles solares, una carpa supersónica, equipos sofisticados de cocina y una pareja de rubios de pocas palabras; también hay un grupo de cuatro chicos, dos australianos y dos franceses. Todos viven en Canadá y, obviamente, están de viaje. Nos acercamos y compartimos algunas impresiones sobre nuestro país junto con un fernet. Estamos tan cansados que nos vamos a dormir sin cenar.
Nos levantamos sin apuro y sin despertador, lo cual es decir lo mismo, nos bañamos, lavamos ropa, almorzamos. Después de matear nos quedamos conversando sobre nosotros, ponemos las cartas sobre la mesa, sacamos los embrollos –tengo un rulo en el pienso- y los discutimos, empezamos a tirar de los hilos… hasta hacer de la madeja enredada un ovillo bastante claro y lindo. Hay que ver qué fáciles son algunas cosas cuando se desenredan. Como continuación natural del momento empezamos a planear el recorrido de los próximos días; tenemos ganas de seguir el camino que nos metió en el Parque Nacional. El camino sigue siendo de ripio y va ascendiendo hasta llegar, finalmente, a la ciudad de Humahuaca. Nos interesa porque comparado con la alternativa de bajar hasta San Salvador de Jujuy y subir desde ahí a la Quebrada de Humahuaca es un atajo aunque, eso sí, es un camino mucho más difícil: son cuarenta kilómetros de subida agotadora hasta Valle Grande, luego doce más hasta Valle Colorado. Ahí se acaba la ruta de ripio y comienza un camino de herradura, o sea una senda utilizada por peatones y animales, que sigue subiendo hasta la ciudad de Santa Ana que está nada menos que a 3800 metros de altura sobre el nivel del mar. Unos pocos kilómetros antes de Santa Ana el camino es ruta de ripio otra vez y luego de cruzarla, a Santa Ana claro, sigue subiendo hasta la laguna verde y el cerro Centa que está a 5000 metros s.n.m. De allí el camino baja un poco y luego de 40 kilómetros se llega a 
Cianzo. Los últimos 60 kilómetros y se llega a Humahuaca después de subir un poco más. Discutimos un poco las opciones y decidimos tomar el camino difícil, aunque más corto; hacemos un detallado cronograma de paradas señalando cada una de las comidas para salir bien aprovisionados por si no enctramos negocios en el camino y bajamos a la casa del guardaparque a recabar un poco más de información. El guardaparque no está, pero una chica que es voluntaria nos da datos muy útiles, entre otras cosas nos dice que es posible hacer dedo hasta Valle Grande y zafar de pedalear la subida más difícil. Levantamos rápidamente campamento y bajamos a la ruta experimentar algo nuevo en el viaje: la espera de algún vehículo solidario que nos levante. Comentamos lo extraño de la sensación, la bicicleta nos permite manejar nuestros tiempos –al menos los de salida, casi nunca los de llegada- y ahora estamos esperando en la incertidumbre de si pasará alguien. Nos instalamos a leer, a escribir, a charlar, decididos a hacer de la espera obligada un rato de disfrute. Las horas pasan pero los vehículos no. Sentados junto a nosotros hay unos turistas que esperan el micro que baja hacia Ledesma. Son extranjeros y llevan todas las señas del turista internacional. De pronto escuchamos un motor, azuzamos el oído, nos levantamos esperanzados y saludamos a una moto que sube a toda velocidad. Otra vez lo mismo y es un auto chiquito donde no cabríamos ni aunque dejáramos las bicis. De pronto escuchamos un motor más grave, ya es tarde y parece ser nuestra última oportunidad, vamos más de cuatro horas de espera, en el camino aparece un vehículo grande ¡sí, es un camión! festejamos. Le hacemos señas y frena, sí, vamos a Valle Grande, los llevaríamos con gusto pero vamos muy cargados, con ustedes ya el camión no sube, disculpen. Saludamos con el ánimo pinchado y volvemos a la espera. La noche es inminente y, a juzgar por las nubes y el refusilar constante sobre el horizonte, la lluvia también. Decidimos armar un fuego para cocinar y pasar la noche bajo la galería del puesto del guardaparque que, antes de bajar a Ledesma nos lo ofreció. Cenamos unos tallarines acompañados con una palta que Hori prepara con ajo y aceite y que sabe a gloria. Todavía no llueve y la cena nos levanta el ánimo. Calentamos agua y hacemos un té. Estamos levantando los platos cuando a lo lejos se escucha un ruido tan inesperado como prometedor: es un camión y está subiendo. Salimos a la ruta, le hacemos señas, frena, preguntamos si va para Valle Grande, dice que sí, que va y que nos lleva, que carguemos las bicicletas en la caja. Nos subimos distribuidos entre la caja y los asientos de adelante ¡Es un camión de vialidad, blanco y medio despintado! ¿Viste? ¡Justo como habíamos dicho! Se ríen Carla y Naio que habían jugado a los profetas unas horas antes y el pronóstico se cumplió con una exactitud digna de una película de suspenso.
Es entrada la noche, bien alto, entre las copas de los árboles –que son altísimos y están cubiertos por enredaderas y lianas formando una telaraña verde- se ven las estrellas. El camino está en mal estado a causa de las lluvias, es un ripio bien grueso que por momentos se convierte en grandes piedras que, en forma de caracol sube y sube la montaña. Vadeamos varios arroyos, esquivamos los constantes desmoronamientos y desfilamos por bordes de cornisa. En algún momento nos cruzamos con alguna camioneta que desciende y hacer pasar los vehículos que suben y bajan simultáneamente es todo un ejercicio de planificación: los choferes buscan, haciendo marcha atrás, el sector donde el camino se ensancha un poco y descienden las camionetas con las ruedas al borde del abismo. Un hombre se bajó y le indica al chofer aprovechando al máximo los márgenes mínimos. Las luces de las camionetas se pierden entre el follaje, camino abajo y seguimos sólo nosotros, hiriendo la oscuridad con los faros delanteros, abriendo una herida en el verde del monte, solos con las estrellas, la selva, el abismo y la confianza en la habilidad de nuestro conductor.
Después de un rato bien largo, que en kilómetros se traduce en el número cuarenta, unas luces aparecen en la falda de un cerro adelante y a la izquierda: la ciudad de San Francisco. Tito, el conductor, un jujeño tan amable como callado nos pregunta dónde vamos a dormir, le comentamos que no sabemos, preguntamos por algún camping municipal o algún lugar gratuito, nos dice que esperemos que va a ver… Y nos lleva directo al campamento de vialidad, una casa con cuartos, baños, cocina. Sus compañeros están más arriba, liberando el camino que conduce a Valle Grande de los derrumbes, y hay lugar para pasar la noche. Nos ofrece unas camas con sábanas y frazadas y nos convida agua caliente y café instantáneo. Luego, sin decir mucho más se va a dormir ofreciéndonos llevarnos bien temprano por la mañana hasta Valle Grande. Cerramos el día con uno café bien caliente, sorprendidos por eso que no sabemos si llamar suerte que nos hace tan fáciles las cosas a veces.
Amanecemos con otro café –es que es toda una novedad, habíamos vivido a té y mate- y nos subimos al camión. Por la noche llovió muchísimo y hay bastante barro. Empezamos a alejarnos de San Francisco. Hacemos pocos kilómetros de camino de cornisa, barro, corrientes de agua que hay que vadear y después de una curva nos encontramos con un desmoronamiento que corta el camino. Vamos a tener que pegar la vuelta, dice Tito resignado. Le interesa mucho llegar a Valle Grande para dejar la carga de gasoil que transporta y, con el trabajo cumplido, tomarse el franco que le permitiría bajar hasta San Salvador de Jujuy y visitar a su familia. Cuenta que hace más de veinte días que, a causa del mal tiempo, trabajan en forma ininterrumpida haciendo transitable el camino. Pegamos la vuelta –lo que es toda una aventura: un camión dando la vuelta en un camino de cornisa, estrecho y poco firme- y después de avisar en la policía las novedades para que las transmitan por radio a Valle Grande volvemos al campamento. La lluvia dejó lugar a un sol espléndido que seca rápidamente el barro. Aprovechamos un fuego que está prendido y, además de cocinar el almuerzo, hacemos unas tortillas para la tarde y el día siguiente. El sol sigue secando pero el pronóstico es incierto. Tito nos dice que si se larga de nuevo la lluvia podemos permanecer varados varios días. Entonces decidimos aprovechar el rato y largarnos en bicicleta a Valle Grande, bien provistos, por si nos agarra la noche en el camino y tenemos que acampar, y con la esperanza de que algún vehículo nos acerque un tramo. Salimos del pueblo a las cinco de la tarde. Pedaleamos unos minutos un camino que ya está mucho más seco que a la mañana y nos encontramos en el derrumbe con varios vehículos parados y una máquina de vialidad que intenta correr el tronco de un árbol que está atravesado. Nos unimos a un grupo de gente que espera hace varias horas que el camino se libere para poder seguir: cuatro o cinco médicos y enfermeros que van hacia la salita de primeros auxilios, unas señoras cargadas de mercadería, un joven que acompaña a su mamá ya mayor, un par de familias. Preguntamos por la posibilidad de que alguno nos lleve, se hace difícil, sólo un camión tiene lugar. Carla decide aprovechar ese huequito, separándose del resto que prefiere hacer el tramo en bici.

La máquina deja un momento de trabajar para dejarnos pasar por sobre el derrumbe con la ayuda de varias manos solidarias.

Cuando las máquinas finalmente corren el árbol, me acerco al camión. Me convidan una naranja mientras corren las cosas para ver cómo entramos los que queremos viajar.

Pedaleamos los primeros kilómetros que son bastante firmes salvo brevísimos tramos donde nos enterramos en un lodo en el que tenemos que bajar y empujar.

Cuando el camión arranca, estoy en una cápsula de luz azulada entre mi bici y cajones de verdura y pollo envasado. Viajan un joven y una mujer anciana que parecen venir juntos, un hombre con una mochila y una mujer joven con un niño con un perrito. Los primeros tres habían tomado el colectivo en Ledesma y se encontraron con el derrumbe. El colectivo volvió, ellos se quedaron esperando para poder pasar.

Luego el camino, inesperadamente, empieza a bajar y hacemos varios kilómetros a toda velocidad, sin pedalear y utilizando constantemente los frenos.

Yo sostengo fuerte mi bici para que no se golpee con el bamboleo del camión hasta que el joven, con miedo de que se cayera, me ofrece una piola para atarla.

Luego el camino, como esperábamos empieza a subir otra vez. Y sube mucho. Vamos en la relación más liviana subiendo despacito. A veces la rueda trasera patina en el ripio y tenemos que bajar y empujar las bicicletas que, con la carga y el cansancio se nos hacen pesadísimas.

En un momento levanto la vista y todos tienen los ojos cerrados y las cabezas bajas. Me pregunto si dormirían. El camión se sacude, parece que corta camino por el medio del monte, unas varas metálicas golpean contra la chapa de la caja y algunos ni siquiera apoyan sus espaldas, pero parecen dormir.

El sol baja y empezamos a recorrer el camino a tientas. Aunque es noche cerrada, sin luna, el camino se distingue como una cinta clara. Lo que no vemos son los pozos o las grandes piedras sueltas o los manchones de barro. Por eso cada dos por tres chocamos con algo y nos tenemos bajar para reemprender el camino. Y retomar el pedaleo con una subida abrupta, suelo poco adherente y de noche no es tarea fácil. Hay veces en que tenemos que intentar dos o tres veces antes de poder seguir pedaleando.

Oscurece, la lona azul ya no deja pasar la luz. La señora con la que había cruzado algunas palabras, sentada en el piso al lado mío, tiene los ojos cerrados.

Corren un par de horas y ya estamos empujando la bicicleta la mayor parte del tiempo. El camino sigue subiendo y calculamos que nos faltan alrededor de ocho kilómetros. Pero no confiamos mucho en nuestro cálculo porque el mapa ha tenido algunos errores en esta zona –por ejemplo, no figura el pueblo de San Francisco, algunas distancias son incorrectas y otras ni siquiera figuran.

Ya de noche, frena el camión y bajamos antes del derrumbe que tiene atrapado a Valle Grande hace como una semana. Bajo mi bici y el chofer me dice que a los chicos debe faltarle algo de una hora, una hora y media. El joven, César, y el hombre de mochila, me acompañan hasta el pueblo, ayudándome a pasar la bici por entre las zanjas de barro. César viajaba con su mamá, que se quedó en el camión esperando a su otro hijo para que la ayudara a llevar la mercadería que habían comprado en Ledesma. Conversando sobre carnavales, derrumbes y costumbres, pensado dónde podría pasar la noche, entramos al pueblo y César me acompaña hasta la Iglesia. Se escucha desde un par de cuadras una voz por altoparlante que anuncia la procesión de la Virgen al día siguiente. Ya cerraban cuando entramos a la Iglesia. La hermana Viviana me ofrece un salón donde hacen la catequesis, confirma con la Madre Superiora y me da las llaves.

Agotados nos paramos en una curva a decidir qué hacer. Hace ya unos kilómetros que en las breves paradas intercambiamos opiniones sobre si seguir o parar a un costado a armar la carpa. Entonces escuchamos motores y vemos luces que bajan. Son las camionetas de salud que bajan otra vez para San Francisco después de haber dejado en Valle Grande al personal médico. Le hacemos señas a la primera para que frene pero parece acelerar y nos pasa de largo. Las señas a la segunda camioneta ya son más enfáticas y frenan cuando Hori se cruza un poco en el camino. Se ve que están apurados por llegar. De mala gana nos confirman nuestros cálculos agregando que es todo subida. Luego siguen viaje y nos quedamos con el cerro y nuestro cansancio. Decidimos armar las carpas, elegimos un llano bajo unos árboles en una zona convenientemente alejada de elevaciones que amenacen derrumbe. Nos dividimos las tareas y armamos la carpa y cocinamos un arroz con verduras en forma simultánea. El fuego nos devuelve a una región ancestral donde estamos cálidos y a salvo, como en casa. La cena carece de sal –Carla, que se fue en camión es la que carga las especias- pero la acompañamos con unas tortillas con grasa muy suculentas. Nos acomodamos un poco justos en la carpa de Manu y nos vamos a dormir mirando de reojo algunas nubes que aparecen amenazantes en el cielo. Nos decimos, ilusionados, que quizás zafemos la lluvia.


Comemos un sánguche de milanesa con César, sentados en una ventana de la calle superior, por si llegan los chicos, para que me vean. Ya se acerca la medianoche y van a cortar la luz del pueblo, así que me acerco a la policía, dejo dicho dónde estoy (arreglo para encontrarnos con los biciescaladores) y me voy a dormir. Antes, César me da una vela y quedamos en vernos al día siguiente sin dejar de aclararme que en su casa hay un alero que también está disponible.

Amanecemos secos y contentos, las nubes pasaron de largo sin descargar. Sin apuro, ya que tenemos pocos kilómetros por delante y todo el día para recorrerlos, desayunamos unas tortillas con mate, armamos las bicicletas y reemprendemos el camino. Sigue la subida y el ripio, pero ahora hay luz y nosotros estamos descansados así que, a comparación de ayer, la cosa es llevadera.

Amanezco descansada y decido ir a desayunar al río. Paso por la policía, a ver si llegaron los chicos. Nada. Le pregunto a la Hermana Viviana por un lugar para comprar fruta y me ofrece una bolsa llena de manzanas, el árbol da tanto que no hacen tiempo a comerlas. Me dice que también hay muchos higos, me señala una higuera que asoma sus ramas sobre la calle y cuando paso me llevo un par para el camino. Bajo al río, sin mate –Manu, que venía en bici, es el que lo carga- pero con manzanas y algunas galles.

Después de un rato largo un cartel nos anuncia Valle Grande y en un recodo del camino aparece un valle salpicado de casas que orillan un arroyo de montaña bastante caudaloso. Antes de llegar al pueblo sorteamos el último derrumbe donde, también, está la gente de vialidad trabajando. La máquina se hace a un lado para que pasemos y, otra vez, nos ayudan a pasar las bicicletas sobre la montaña de barro y piedras que obstruye el camino. En este camino tan difícil se respira un aire de solidaridad, de ayuda mutua. Entramos al pueblo y preguntamos por Carla que debería haber llegado la noche anterior. Nos dicen que sí, que llegó pero las señas no son muy claras. Mientras damos unas vueltas nos encontramos con varias higueras cargadas de higos maduros. Les hacemos un homenaje y al final nos encontramos con nuestra compañera que come unas manzanas a la orilla del río.
Las manzanas también son de árboles del pueblo, cuenta contenta, y ahora no es época pero también hay duraznos, nueces, pomelos, peras, limoneros, zapallos y varias cosas más. Acostumbrados a la imagen árida de Jujuy que tenemos a causa de la Quebrada de Humahuaca nos sorprende la fertilidad de la tierra de esta parte de la provincia. Vamos hasta el salón, nos instalamos y salimos a recoger más higos que cocinamos en una salsa para acompañar los tallarines.
Vamos a visitar a César y, de paso, a ver si podemos hornear algo en el horno de barro que comentó que tenía.  Al final cocinamos panes salados y dulces, mermelada de higo y un guiso para cenar. Como si fuera poco, la señora nos invita con guiso ella también. César nos cuenta que hace más de diez años vive en La Plata y trabaja por allá en construcción. También nos invita a pescar y acordamos salir al día siguiente temprano para volver al mediodía y participar del desentierro del carnaval. Tarde, nos volvemos al salón parroquial donde dejamos las bicis y nos tiramos a dormir.
Amanecemos y sin desayunar pero con mate, tortillas y mermelada casera, salimos caminando con César que nos va guiando. Caminamos una media hora y llegamos a un sitio increíble: un arroyo de montaña que forma altos saltos y pequeños remansos mientras baja el cerro selvático. Con la ayuda de César preparamos las líneas de pesca, buscamos lombrices y esperamos a tener suerte. Las truchas no aparecen así que vamos subiendo el cerro bordeando el arroyo en busca de lugares mejores para pescar –que, obviamente, señala César porque nosotros no tenemos la más mínima idea. El camino es bien difícil, hay mucho barro, y nos pegamos unas buenas resbaladas que, a veces, son bien peligrosas. Después de una espera larga, que incluye siesta al sol para algunos, Hori saca una truchita. Al rato vuelve César, que se había internado en el monte, con dos o tres truchas más. Volvemos al pueblo rápido un poco por la lluvia que se está largando y otro poco porque se está por desenterrar el carnaval. Nos separamos de César que quedó en esperarnos a la tarde para probar los pescados fritos. Caminamos unos cientos de metros por la ruta de acceso hasta donde está congregada la gente. Se escuchan quenas, redoblantes, cajas, algunos diablos saltan, las mamitas invitan con chicha, mistela, licor de menta y otras yerbas, muchos bailan, todo es alegría. La procesión comienza a bajar, bailando, hacia el pueblo. Nos descuidamos y en seguida tenemos la cara blanca de talco que alguno nos tira. Los diablos la sacan a bailar a Carla que va de salto en salto entre el barro, los charcos y el regocijo. Nos invitan una y otra vez con las bebidas para pagar el carnaval y después de tres o cuatro vasos ya queremos decir que no pero las mamitas insisten. En el pueblo ya nos vamos para lo de César y su mamá nos invita con una sopa y después las truchas marinadas y fritas, exquisitas. Y a la tarde, a eso de las ocho, nos arrimamos a lo de la presidenta del carnaval, Betty, que nos ha invitado a cenar. Guiso y empanadas pagados con chicha y mistela. Luego baile en un tinglado. Hasta los médicos del centro de salud asistieron. Y se ve que han pagado el carnaval, también. Tarde, subiendo una calle que se hace difícil por lo empinada, el barro, lo oscuro de la noche y alguna que otra chicha, subimos hasta la casa de César donde nos acomodamos los cuatro bajo un alero.
Despertamos tarde, después de unos mates nos vamos otra vez a lo de la presidenta a almorzar. Están las mismas personas que ayer, algunos un poquito más machados. Nos invitan con sopa y carne hecha en el horno de barro. Hoy pagamos con vino. El carnaval se desplaza, bajo o sube, ya no entendemos; es mucho para nosotros, nos vamos a buscar un poco de aire y hacemos tarde de lectura y contemplación de cerros en el río. Nos instalamos en la escuela a la que nos había invitado el portero. Las clases todavía no comienzan porque los maestros no pueden llegar a causa del estado del camino. Nos despachamos unas manzanas acarameladas y nos vamos a dormir dentro entre pupitres, dentro de un aula.
Amanece lloviendo y parece que nuestra estadía en Valle Grande se prolonga. Nos acercamos a lo de la presidenta a regalarle un poco de dulce casero de higo –que habíamos hecho en lo de César- y nos quedamos almorzando una sopa. Luego nos vamos con el carnaval hasta una casa donde la fiesta sigue hasta tarde. Todo es alegría: otra vez los diablos, las copleras, los chicos, harina, música, baile y más baile, algún abuelo machado que, queriendo pasar por encima de una tapia demasiado alta para él, se queda atorado un rato hasta que los nietos lo asisten entre risas. Más tarde nos vamos a lo de Cayetana, la hermana de César, a hacer dulce de manzana. Es que tiene muchos frutales, nunca ha hecho dulce y le gustaría aprender. Nos pasamos la tarde lluviosa y parte de la noche cocinando en la cocina económica y, de paso, nos damos una ducha caliente. El dulce queda rico y probamos el zapallo con azúcar, una delicia. Nos vamos a dormir lluvia.
Nos despertamos tranquilos, desayunamos unos mates y Manu vuelve a lo de Cayetana a tallar una cuchara de madera. Después de almorzar armamos las bicis y, después de cinco días, salimos con un poco de sol y de nostalgia para Valle Colorado.
El camino sube un poco, en general podemos ir pedaleando pero a veces hay que bajarse y subir las bicicletas entre dos o tres por sobre los derrumbes. Tenemos algunos desperfectos: Manu pedalea pero su bici no avanza, algo en el piñón deducimos, pero no tenemos las herramientas para desarmarlo así que caminamos; a Naio le estalla el portaequipajes trasero, las alforjas de bidón quedan colgando. Eso sí lo podemos reparar con un poco de alambre y cámaras viejas de bicicleta. Después de un rato, no demasiado cansados llegamos al pueblo: un conjunto de casas que caen de la montaña hasta un pueblo colgante y un río caudaloso. Las calles, estrechas, suben y bajan entre paredes de adobe o piedra, techos de paja y puertas de estilo colonial. La gente se viste de modo más tradicional que en Valle Grande: rebozos bordados de colores alegres, sombreros con cintas, polleras de lana. En la escuela conocemos a Rómulo: es profe de educación física. Nos invita a pasar allí la noche y además lo ayuda a Manu a reparar su bici. Cocinamos en la cocina económica verduras, huevos y unas tortillas para el día siguiente. Nos vamos a dormir en un salón desocupado.
Luego de desayunar salimos para Santa Ana. Saliendo del pueblo un hombre nos ofrece duraznos de su jardín y nos advierte, no es el primero, de lo duro del camino: es un camino de herradura, una senda que sube y sube y en la que no se puede pedalear. Empezamos a cargar las bicis cuesta arriba. Hay mucha vegetación y por la senda, en varios tramos, corre agua. Hay barro. En algún momento tomamos un camino equivocado y hacemos varios metros hasta darnos cuenta. Retomamos y volvemos a subir. Pasamos la falda de un cerro y el camino cambia: el barro deja lugar a la piedra, la senda es una cornisa que serpentea las faldas de cerros, siempre subiendo, cada vez más alto. La marcha es durísima, se suceden tramos de escaleras de piedra donde hay que cargar las bicicletas. A veces lo tenemos que hacer de a dos personas y aún así es difícil. Paramos a cada rato a descansar. El paisaje es imponente, los cerros verdes suben escarpados, las nubes están cada vez más cerca y allá abajo, bien lejos, está el río. Nos pasamos todo el día en el trajín. A las seis de la tarde llegamos finalmente a Cortadera, un lugar donde el camino de herradura se hace camino ancho y de ripio. Armamos la carpa, juntamos leña, cenamos y nos vamos a dormir arropados por las nubes que, en silencio nos fueron cubriendo hasta crear una atmósfera fantasmal.
Desayunamos al amanecer y, mientras desayunamos nos cruzan unas personas que suben a pie. Intercambiamos datos sobre el camino y empezamos a subir el camino a Santa Ana. Un poco en bicicleta y un poco a pie hacemos varios kilómetros. Finalmente, ya cansados, pasamos un abra altísima y aparece Santa Ana. Nos subimos a las bicicletas y bajamos la primera cuesta –la primera que no subimos- en muchos días. El paisaje es bien árido, contrasta con la fertilidad del Valle. Nos cuesta mucho conseguir leña. La gente también es distinta, más distante. Nos sentimos ajenos, turistas. Cocinamos junto al arroyo y luego de dar varias vueltas, ya entrada la noche, nos instalamos en un salón de un templo evangelista que, generosamente nos prestan. Nos vamos a dormir entre cueros de cordero.
Despertamos tarde, cerca del mediodía y después de almorzar vamos a la marcada, un poco alejado del pueblo, cruzando el río. Nos reciben con coca y vino blanco. Las pircas rodean el campo de combate. Se enfrentan la manada de vacas, terneros y toros contra la manada de hombres con lazos. En una esquina, las mamitas y sus niños detrás del fuego, sentadas detrás de lanas de colores tejen adornos para la hacienda. Primero no nos animamos a entrar y nos quedamos cerca de la entrada al corral, sobre una piedra. Cuando una vaca salta la pirca y se acerca a toda velocidad a Naio que la enfoca concentrado para fotografiarla, saltamos de la piedra y entramos a la arena. Carla se une al tejido y los chicos se acomodan donde parece menos riesgoso. La marcada se pasa entre yerbado y chicha. Hombres de todas las edades, niños incluidos revolean sus lazos en el aire. Cuando enlazan se oyen algunos gritos de euforia. Tiran para que no se escape y ya viene alguno más a enlazar las patas que faltan. El animal cae incómodo, sus ojos parecen irse de órbita. Se acerca lentamente un hombre, corta el pelaje de la cola del animal y lo guarda en su morral. Conservando todas las colas juntas logrará que el ganado se mantenga unido. Marcan su piel con un fierro ardiente. Luego le tiran alcohol. Adornan su cabeza con las lanas de colores radiantes que las mamitas y Carla tejieron. El animal es soltado y la marcada continúa. Nos quedamos hasta un rato antes de que anochezca y recién cuando salen unas señoras nos animamos a atravesar el campo de batalla y emprendemos la retirada. Volvemos al salón, comemos un guiso y nos metemos en las camas.
Después de desayunar y de haberlo charlado en grupo, decidimos aceptar la propuesta de un hombre que nos había ofrecido acercarnos a Humahuaca en su camioneta pero tenemos malas noticias: el precio aumentó y además los lugares están ocupados con otros pasajeros, tendríamos que esperar hasta el jueves. Volvemos a repensar las opciones: hasta Cianzo, que es el próximo pueblo hay 60 km pero mediados por un cerro que supera los 4.000 metros de altura, pedalear significa acampar arriba. Decidimos ir a la plaza a ver si aparece algún otro vehículo, caso contrario salir pedaleando la mañana siguiente. En la espera, entre mate y mate, aparece una mamita muy simpática que nos convida unos ricos yuyos y agua caliente. Cuando ya nos cansamos de esperar y nos estamos levantando para irnos, aparece una camioneta. Que sí, que nos lleva, las bicis también, que sale en una hora. Volvemos a armar las cosas, comemos algo mientras esperamos en la plaza y cuando empieza a oscurecer ya tenemos las bicis bien atadas en el techo. En una Defender nos acomodamos once personas, cuatro bicicletas y cantidad de bártulos. Arrancamos un poco apretados. A medida que pasa el tiempo se nos van acalambrando distintas partes del cuerpo y ensayamos diferentes posiciones. Dormimos un poco, escuchamos música, comemos algo.
Es madrugada fresca fresca cuando llegamos a Humahuaca, y el tipo baja las bicicletas del techo de la camioneta. Al bajar la primera, se cae de espaldas con la bici encima, desde el techo, y se levanta como si nada --es éste el primer milagro que vivenciamos en el viaje. Pasa gente trasnochada y bebida que nos habla. Nos sentimos bastante dislocados. Sin saber a dónde rumbear a esas horas de nadie, ni la policía ni la estación de servicio nos dan techo ni agua caliente. Feo feo caca. Nos metemos en el alero lateral derecho de la municipalidad, que da a una plaza. Preparamos algo para tomar. Nos metemos en las bolsas de dormir, algunos para escaparle al frío, otros para intentar dormir. Cada media hora suena el reloj a campanadas insoportables, ahí al lado nuestro, haciendo eterno el momento. Todo cerrado. Falta mucho para el sol. Damos algunas vueltas, buscando algo, una panadería o algún signo de vida. Estamos presenciando el lento palpitar de la existencia en potencia. La idea del amanecer se hace fantasía en nuestras imaginaciones.
Pero el tiempo transcurre. El tiempo es caracol, y de un momento a otro nos reinventa con un nuevo día. La ciudad es reinventada.
Panadería, bicicletería, internet, teléfono, correo postal, banco, mercado, entre otros quehaceres de gran ciudad. Hori llega con una noticia interesante: conoció a una gente que está parando en lo de un anarquista que tiene la puerta de su casa abierta para el que quiera estar o dormir ahí. Vamos entonces para allá, al barrio Independencia, y tomamos parte en un cálido almuerzo comunitario.
Llegada la noche, vamos a comer afuera a un puestito de los que circundan las vías muertas del tren;  mañana Hori se separa del grupo. Desacostumbrados al alcohol, después de dos tetras de tinto los hombres volvemos un poco trastabillando, otro poco a las risotadas. La casa del anarquista Raúl, que a todos recibe con los ojos cerrados, es un quilombo. Amenazas de pelea, mucho alcohol, música interrumpida, discusiones acaloradas. Alguien nos dice que estas cosas nunca pasan. Nos acomodamos como podemos entre la gente y nos dormimos entre los vozarrones. A veces los espacios abiertos pueden ser un poco caóticos...
En un nuevo día, con desayuno tardío, nos despedimos de Hori que se va para Bolivia, y dejamos la casa. Estamos almorzando a la vera del río cuando se nos acerca Antonela; la invitamos con unos sándwiches, ella comparte el postre. Té, libros, siesta, mate. Nos estamos preparando para volver a la ruta, pero vemos nubes amenazantes en el horizonte al que apuntábamos y decidimos quedarnos en Humahuaca para arrancar mañana, el tema es dónde. Nos acercamos a la casa de una persona que nos cruzamos ayer en la bicicletería y se había mostrado muy amable, en el peor de los casos armamos la carpa en un baldío.

Mientras cocinamos con algo de leña que juntamos aparece en bici Nidá. Nos invita a pasar a su casa y a terminar de cocinar el guiso. Aceptamos. Ya no sabemos bien en qué parte de la ciudad estamos. Sabemos que más bien lejos del centro. Sabemos que cruzamos un río y que caminamos varios minutos por una quebrada. El baldío parece haberse perdido en el espacio. Caminamos unos metros más en una noche obscura y aparece una pequeña casa de barro entre los churquis. Nidá abre la puerta y se descubre un techo bajo sostenido por unas paredes de piedra y barro, con estantes colgando sosteniendo todo tipo de yuyos, brebajes, frascos, jarros y ollas entre otras cosas. La luz es cálida sobre una mesa de madera en la que comemos el guiso y conversamos durante horas. Nidá sonríe, se alegra de nuestra visita y nos ofrece su hogar para descansar unos días.
Despertamos después de un buen descanso y bajamos al pueblo a hacer algunas compras para almorzar. Mientras cocinamos aparecen Mito y Calú, dos amigos muy cercanos de Nidá. Ellos son más jóvenes, se descubre en sus voces y sus juegos. Ubicamos una mesa afuera y almorzamos todos juntos bajo la sombra de los churquis, rodeados de montañas, a lo lejos se ve el pueblo.
Después de comer, jugamos. Juegos con naipes de figuras fantásticas, con libros plagados de palabras extrañas, con fichas llenas de símbolos a combinar, con tableros que hablan de un camino astral.
Mito y Calú se deleitan con recetas dulces desconocidas por nosotros, proponen que las probemos. Recolectamos los ingredientes necesarios y comienza a hacerse hábito degustar por la tarde pequeños bocados de especies nunca vistas y combinaciones inesperadas. Para acompañar estas delicias, bebemos unas tisanas de yuyos que juntamos en los alrededores.
A veces recibimos visitas de Tino, otro amigo de Nidá. A él le divierte la mecánica, se entretiene armando y desarmando distintos vehículos a vela, a pedal, a globo, a remo. Nos da una mano con algunos ajustes de la bicicleta. Nosotros miramos con los ojos redondos los detalles de los que nos habla, partes desconocidas y componentes microscópicos que estaban dentro de nuestras bicis jugando un papel fundamental y nunca imaginado.
Un día decidimos salir a pasear con Mito y Calú. Nos invitan a conocer una zona cercana. Subimos a las bicis y los seguimos. Toman un camino de tierra y pozos, nos alejamos cada vez más de la ciudad, sendero en el cerro. Al costado de la ruta hay una cantidad innumerable de cactus de todos los tamaños y formas. Pasamos por algunos pequeños pueblos de casas de barro y a lo lejos vemos la punta de un cerro con colores exuberantes. Finalmente frenamos las bicis y comenzamos a bajar el cauce de un río seco. Ya no podemos avanzar con las bicis y las dejamos a un costado, seguimos a pie. Caminamos un poco más y llegamos a una playa de piedra que costea un ancho río. Montañas hacia todos los costados. Pasamos la tarde ahí, entre comida, juegos y siesta.
Uno de esos días que no sabemos cuáles son, tenemos otra visita. De tanto nombrarlo habrá sido, de hacerlo aparecer con las palabras cuando contábamos sobre el viaje, de hacerlo aparecer en imágenes reviendo fotos. Aparece Ori, con su bici armada, su equipaje cubierto con una Wipala. Aparece uno de esos días cuando ya estamos armando las bicis para partir. Una última comida compartida, unos últimos mates, últimas charlitas y deseos de buen viaje. Últimas risas y ya estamos todos partiendo. O primeras risas.

Así se nos pasan los días en Humahuaca, las semanas, en un lugar inespacial y atemporal. Ponemos a punto las bicis, juntamos algo de plata vendiendo sánguches (de verdura, salteados, fresquitos, muy muy ricos) en la terminal y recorriendo el pueblo. Descansamos mucho, nos dedicamos a la lectura y las artesanías que algunas veces ofrecemos sobre un paño en la escalinata de la plaza.
Manu ya partió a Buenos Aires, nosotros guardamos lo último y desayunamos algo antes de salir. Encontramos un avío sobre el manubrio de una de las bicis como último recuerdo de Humahuaca y salimos entusiasmados después de tener tanto tiempo las bicis estacionadas. A las pocas cuadras descubrimos que estamos en presencia de una pinchadura, pero no es más grande que nuestro entusiasmo, entonces decidimos seguir. Deslizándonos por un asfalto que cae, disfrutamos pedalear la quebrada y al poco rato pasamos por Huacalera. Desde la ruta se ven unos sembrados en la mano de enfrente, cruzando el río y nos mandamos. Encontramos un rinconcito y armamos la carpa ahí nomás, frente a un cerro de siete colores.
Nos dejamos llevar por la ruta que baja y, siguiendo la línea, paramos donde desde la ruta vemos algo que nos gusta. Posta de Hornillos. Sólo hay un museo y un espacio del INTA. El lugar es hermoso y nos ofrecen acampar. Sin dudar nos instalamos: almuerzo, carpa, siesta al sol. Con el cambio de turno aparece otra persona que nos dice que no va a ser posible que nos quedemos, por cuestiones de seguridad (no sabemos bien de quién). Sabíamos que el viento por la tarde lo teníamos en contra, así que con pocas ganas armamos las bicis de nuevo y agarramos la ruta. Aunque el camino baja, el viento que nos da de frente nos hace pedalear como si subiera. Entrada ya la tarde llegamos a Purmamarca. Cansados, buscamos un lugar para pasar la noche. No se puede, está prohibido acampar. Los precios son carísimos, de los campings y de los almacenes. Damos unas vueltas buscando alguna punta y, ya de noche, Tincho nos pasa un dato. Después de un té calentito (las noches comienzan a ser frescas), le damos la vuelta a la escuela, pasamos por la veredita, el paredón, y armamos la carpa en un rincón del pueblo. La noche es cerrada y se ve muy poco, nos metemos en la carpa sin demasiadas vueltas.
Cuando amanecemos nos damos cuenta que estamos al pie del cerro de los siete colores. Nos vamos de Purmamarca echados por el turismo y agarramos la ruta 52 cuesta arriba. A los pocos kilómetros divisamos un verde valle al costado de la ruta y un camino de tierra que se interna en él. Lo miramos, nos miramos, nos mandamos. De la primer casa a la que nos acercamos sale Sara. Preguntamos por un lugar para armar la carpita, para pasar la noche, y nos ofrece su parcela. Nos cuenta que en este valle se da de todo, que hay que trabajar, eso sí, pero que la tierra es pródiga. Se la ve apurada, con mucho para hacer, y se va a los saltitos por el camino que bordea la acequia con la canasta colgada del brazo. En Patacal viven unas pocas familias. Se ven algunas casas rodeadas de sembrados. Nos instalamos maravillados y al rato vuelve a aparecer con la canasta llena de duraznos, peras, tomates y choclos. Todo del valle.
Empezamos a pensar en el camino que sigue y en la posibilidad de hacer dedo para subir la cuesta de Lipán en camión. El valle es un paraíso y nosotros obedecemos. Nos dedicamos a jugar a las cartas, hacer tortillas, cocinar y observar la ruta a ver en qué momento pasan más camiones, así elegir el momento perfecto para arrimarnos a hacer dedo. Finalmente, entre comentarios y observaciones, deducimos que la mejor hora es a la madrugada, antes de que se haga de día.
El despertador suena bien temprano y el cielo está plagado de estrellas. Nos acercamos a la ruta y hacemos el fuego en un costado, para desayunar y para pasar el frío. Ya se hace de día y no pasa nada. Media mañana y no pasa nada. Desistimos de seguir esperando y nos preparamos para enfrentar la cuesta, por lo menos intentarlo. Se ve un camión a lo lejos y, casi por inercia, le hacemos seña. Orlando frena el camión vehiculero un poco más adelante y subimos las bicis. A medida que el camión trepa la montaña, nos miramos sonriendo imaginando que las miradas hubieran sido otras si estuviéramos arriba de las bicis. Una curva, otra, otra, sube, sube, sube. Hasta que empieza a bajar y se descubren las Salinas Grandes. Las atravesamos y bajamos las bicis en Tres Pozos. Tardamos en encontrar a alguien que nos habilite algún lugar donde armar la carpa. Con un sol que raja la tierra se acerca Benita y nos ofrece el patio de la Iglesia para acampar. Por la tarde, en la plaza, presenciamos una reunión del pueblo, una asamblea donde se discuten diferentes temas de interés para los vecinos y nos damos cuenta que estamos en una comunidad originaria organizada y Benita es la presidenta.
Despertamos temprano por costumbre, para que no nos agarre el mediodía pedaleando porque el sol es muy fuerte, pero en la puna el frío de la madrugada es más fuerte que el sol del mediodía. Esquivamos la 52 y tomamos un camino de tierra para adentrarnos en la provincia. Un camino hermoso de tierra y arena nos deja en la entrada de Rinconadillas. Raúl, el comunero (o pasante) nos ofrece un techo para pasar la noche. Nos cuenta que en esta zona hay muchas comunidades originarias, que los domingos es el día en que se reúnen, que se organizan internamente y localmente y que esta tarde hay una proyección sobre la problemática de las mineras en la región. El encuentro se abre con una ofrenda de coca y semillas. Marino, hermano de Raúl, nos presenta y nos acercamos a ofrendar. Los vecinos miran un poco extrañados. Antes de ver la proyección, hablan sobre sus deseos: no perder su identidad, poder continuar trabajando la tierra, conservar las costumbres, que sus hijos reconozcan su herencia originaria. Todo cierra cuando en la proyección vemos cómo una empresa minera extranjera se instala en Pirquitas expulsando a la gente que ancestralmente hacía pastar su ganado en esas tierras. Palpamos la indignación, la humillación y la bronca, pero también la lucha y la esperanza. Después de algunas conclusiones, nos vamos con un nudo en la garganta. Nos acostamos pensando, todo está patas arriba.
Nos habían dicho que muy cerca había una laguna, unos minutos caminando, así a media mañana nos vamos a pasear. Caminamos, caminamos, vemos agua a lo lejos. Seguimos para ese lado, pero cuando nos acercamos es sal.  Caminamos un poco más, ya estamos seguros de que eso que se ve es agua, pero el piso es muy barroso entonces nos instalamos a comer algo ahí nomás. La planicie de sal entre las montañas nevadas nos lleva al mar. Tenemos la sensación de estar sentados en el fondo de un gran  y seco océano. Volvemos al pueblo juntando algo de leña, conversamos con Delfín, uno de los partícipes de la movida de la biblioteca, sobre las sensaciones con las que nos habíamos quedado. Nos cuenta que el territorio donde ahora se asienta el pueblo ha sido habitado ancestralmente, habitado y trabajado. En un principio la lucha fue por ese reconocimiento, ahora es porque dejen de ser títulos individuales de propiedad sobre la tierra para lograr un territorio comunitario. Unidos venceremos.
Antes de tomar nuevamente el camino de ripio, pasamos por la casa de Raúl a saludarlo. El camino que lleva a Barrancas cruza un cerro. No se ve tan alto, pero la arena y la altitud empiezan a hacer efecto y terminamos caminando con las bicis al costado. La cima reconforta, subimos a las bicis y nos dejamos caer, dándole al freno de vez en cuando para alivianar los pozos y las piedras. Sigue el camino entre las subidas y las bajadas de las hondonadas que en época de lluvia son ríos y llegamos a Barrancas. En la Muni nos recibe Faustino, Secretario de Turismo. Nos ofrece varios alojamientos, pero cuando le decimos que tenemos nuestra carpa, que buscamos un espacio libre, nos invita al patio de su casa. Ah, y también se abre el Consejo Deliberante y hay almuerzo, todo el pueblo está invitado y nosotros también. Después de la bandera de ceremonia, el himno y un discurso político, entramos al salón y nos deleitamos con dos exquisitos platos de guiso de mondongo. Caminamos la quebrada y las barrancas y volvemos a descansar.

Subimos al altiplano y estamos del otro lado del mundo; el paisaje lunar, la tierra añorando el mar -el olor a sal y arena, las gaviotas, las conchas de otro tiempo- la gravedad otra, los astros tan cerca, las estrellas por la noche, el sol durante el día, el aire limpio de ciudad. Nos vamos metiendo en las palabras de aquí, palabras otras también; leo al pasar a un gurú que hace futurología: el problema psicosocial de las próximas generaciones es la soledad, dice. El hombre sólo perdido en la multitud. Eso será del otro lado del mundo, allá abajo. Por aquí arriba la gente se reúne los Domingos en la plaza a decidir cómo resolver los problemas de la comunidad -de este lado del mundo la gente pertenece a una madre, Pacha, que los hermana entre sí. Comunidad por aquí no significa vivir amontonados, quiere decir vivir enlazados. A la gente de este lado del mundo le han dado unos papeles que dicen, con palabras del otro lado del mundo, que la tierra está dividida en pedacitos y les pertenece. Ellos no entienden: de este lado del mundo la tierra no se dice mercancía, se dice Pacha. La gente de este lado del mundo quiere hacer entender a los que mandan del otro lado que esas no son sus usanzas; luchan para que se cambien las palabras -porque las palabras hacen el mundo, también- que el territorio es de todos,  que todos somos tierra.
Del otro lado del mundo suben a este lado del mundo a buscar los frutos de la tierra -el litio es ahora. Quieren despanzurrar  los cerros, convertirlos en tierra suelta para cribarla, separar lo que buscan y desechar el resto. Minas a cielo  abierto lo llaman del otro lado del mundo, Progreso lo llaman. De este lado del mundo no hay palabras para nombrarlo, porque el matricidio no tiene nombre.
Bajamos al otro lado del mundo deseosos de que algunas palabras de este lado del mundo se nos peguen como sanguijuelas hasta hacer nuestro mundo (¿del otro lado? ¿de éste?) más hijo y más hermano.

Dirección a la cordillera, hacemos algunos kilómetros de ripio hasta retomar la 52. Camino de subida, primero más abierto, luego la Quebrada del Mal Paso, entre paredes muy abruptas. Seguimos subiendo y se vuelve a abrir. De vez en cuando la gravedad hace efecto a nuestro favor y tenemos algunos kilómetros de bajada bien pronunciada. De golpe estamos en una pampa salpicada de algunos picos, de frente la cordillera y una inmensa quebrada donde se esconde Susques. Bajamos al estilo montaña rusa. Damos varias vueltas por el pueblo buscando algún lugarcito donde tirar la carpa y cuando empieza a garuar nos termina salvando Quique, el cura, ofreciéndonos una habitación.
Nos quedamos unos días en Susques esperando hasta encontrarnos con Manu para encarar hacia Chile. Vemos pelis, cocinamos, caminamos, lavamos y ajustamos las bicis.

Luego de un lapsus urbano, y sobretodo un quiebre en mi vida que quedará marcado como un hito en la historia de mi vida, regreso a Humahuaca el sábado 9 de abril, donde me reciben con pizza y torta de requesón en la casa de la fantasía. El domingo comemos un asado de cordero junto con el maestro de las máquinas rodantes, con quien hago algunas reparaciones y pongo a punto mi pegaso.

Cuando sabemos que Manu viene en nuestra dirección nos disponemos a hacer dedo nuevamente. Lo que sigue es el Paso de Jama.

Lunes, marcho bien temprano y bien abrigado; es la concreción del retorno al viaje, pisar la ruta y pedalear. Apenas parando alguna vez para desabrigarme, y alguna otra para comer una fruta, le pego derecho hasta Purmamarca -pendientes y viento a favor-, a donde llego al mediodía. Es distinto pedalear solo. En la ciudad del cerro de los siete colores estoy muy poco tiempo; conozco a otro cicloturista, Matías, quien intenta convencerme de que lo acompañe a hacer todo el cruce por Jama hasta Chile en bici, pero le digo que tengo que encontrarme con mis compañeros de ruta, que si no me subo a un camión voy a tardar mucho tiempo. Vamos a la ruta y un camión paraguayo me levanta después de una espera muy corta.

Un rato en la ruta y frena su camión chileno Antonio. Nos sube y atamos las bicis. El camino es sin duda cuesta arriba y los pensamientos se parecen a los que aparecieron en Lipán. A lo lejos va quedando la puna, nos vamos metiendo en el desierto.
Llegamos a Jama y nos demoramos para hacer los trámites, la ruta está cortada por la nieve hasta nuevo aviso. Nos quedamos un rato  en medio de la montaña y el desierto, entre el viento y el sol, hasta que empiezan a circular los camiones y arrancamos nosotros también. "Ahora estamos en mi país, bienvenidos a Chile" nos dice Antonio un rato antes de llegar a San Pedro de Atacama.

A la tardecita el camión me deja en Jama: atroz destino jamás prefigurado... Me planto a la intemperie en la aduana y espero y espero, pero no pasan más camiones; unas gaviotas revolotean en medio de esa planicie hostil, planeando con el viento helado y trayéndome a la memoria la existencia de un mar que parece pura fantasía, tan lejano como un colchón y una estufa. Las horas pasan, el sol cae, el frío se acentúa. Elijo una espera mas confortable, mudándome a la estación de servicio -desde donde se ve la ruta. Nada. Finalmente me rindo. Apunado, tarda un poco en surtir efecto el paracetamol. Unos cordobeses que están trabajando ahí me convidan pizza. Armo la carpa en una casa en construcción, al resguardo del viento. El frío me hace pasar la peor noche del viaje.
A la mañana desarmo campamento y recibo al sol con alegría, pisando la calle de tierra congelada hasta la estación de servicio. Comparto mi mate con los amigos cordobeses, me lo tomo con calma. Al rato para en la estación un camión, voy a hablarles, también paraguayos, también de los que transportan autos, dicen que sí, me llevan hasta San Pedro de Atacama. Poco más de una hora, y estoy en la aduana subiendo mi bici al remolque. Un poco más jocosos que los anteriores. Cada tanto se escucha alguna polca paraguaya, mezclada con otras músicas. Al agarrar una bajada, que nos hace descender una buena cantidad de metros, destapan la olla del almuerzo: carne trozada, cocida, condimentada. La altura hace más difícil la digestión, me explican.