fotos uruguay

río de los pájaros pintados. segunda parte


Dolores. Llegamos a la zona de acampe hambrientos y exhaustos. Algo que se nos empieza a hacer costumbre. Una parada para almorzar y reponer fuerzas. Pero al rato de llegar una conspiración comienza a tomar forma en frases aparentemente inocentes como: qué lindo está por acá ¿están seguros de seguir? ¿falta muuucho para Soriano? ¡Hace tanto calor para pedalear hoy! Al final decidimos quedarnos: la caravana caracol en franca rebelión.
Manu empieza con la pesca y tiene éxito: primero, una taza de auto, luego, un pez más autóctono, de esos que nadan y todo. Comemos, leemos, dormimos, arreglamos las bicis, volvemos a comer y nos metemos en las carpas a dormir, ahora de noche.


 Saludar con un beso, despatarrarse en la silla, sentarse en el piso, sostener una taza de café, escuchar y sonreír y contestar; qué difícil, ser visible, no poder irse, qué difícil, soportar los recuerdos, atravesar el límite; la copa del árbol está muy arriba. Y vos sostenés tu loop, vos flotás, arriba de la tensión. Yo te admiro.


De mañana zarpamos a Villa Soriano. Una pedaleada breve y hermosa y llegamos. Parece ser que Soriano es el pueblo más antiguo de Uruguay. A nuestro parecer no debe de haber crecido mucho desde su fundación. Son diez o quince cuadras por cuatro o cinco, a orillas del Río  Negro. Río ancho, agreste y limpio. Almorzamos sobre el muelle deportivo y armamos campamento en la zona de acampe.
Manu intenta otra vez con la pesca. Esta vez no tiene éxito. El resto nos dedicamos a hacer nada… o todo; estar nomás.

Alejado hay un chico tocando la guitarra. Luego toca una flauta. Canta sólo. Lo escuchamos. No le importa. Se divierte. Juega. Es lindo lo que hace. Al rato estamos tocando todos. Es macanudo. Es de Mercedes. Juega a cantar como si fuera un tenor. Parece Pavarotti. Improvisa. Sigue jugando. La pasamos muy bien. La tarde es mágica.

Caminamos despacito,
con los pies descalzos,
cerca del agua con olor a puerto. 
Quiero lento,
más lento.
Quiero melón,
una sombra,
viento frío.
Miramos hacia abajo desde el puente,
la altura disimula las huellas,
pájaros,
acantilado.
Quiero caer sobre las nubes que flotan en el río.


Amanece, desayunamos con avena y partimos a Mercedes. Una ruta solitaria con un paisaje de postal: campos verdes, lomadas, montecitos de árboles. Viento a favor y alguna que otra pinchadura. Llegamos. Estamos cumpliendo el rito de la siesta, el rito del río post almuerzo cuando aparece Daniel, un francés que viene pedaleando desde hace tres años (tiene un blog: mondancyclo). La excusa es la vuelta al mundo. Nos ponemos a conversar, con algo de francés y algo de inglés nos entendemos. Recibimos consejos bicicletísticos: medias mojadas para cubrir las caramoñolas. Lo probamos ¡y funciona! De ahora en más el sol, además de tostarnos nos mantiene fresquita el agua.  Nos cuenta de su viaje. Daniel salió a pedalear. Como nosotros. Dice que mantener su blog es mucho trabajo, I´m getting a bit lazy. Lo entendemos, estamos viajando hace sólo unos días y ya nos pasa algo parecido.
Daniel va para el sur. Compartimos algunos datos sobre Argentina, Buenos Aires, la Patagonia. Nos despedimos. Abrazos. Quizás nos veamos en Bolivia. El mundo es chico, dice él. Quizás, pensamos nosotros. Pensamos medirlo. En bicicleta.

los pies nos van llevando lejos
de a poco más y más lejos dentro nuestro

y una mañana
gris entre los sauces del Uruguay,
que es los colores de los pájaros de los ríos,
tengo algo de pasto
que amarillo pide riego

a un costado de la ropa que en la soga se va
secando


Abrazos otra vez: Fran, Agustina, Anabella y Mery vuelven a Buenos Aires. Un último abrazo, más grande. Un poco de nostalgia. Quizás sea cierto lo del mundo. Eso de que es chico. Nosotros: a pedalear la fresca de la tarde, destino Nuevo Berlín. Un poco de viento de frente. Aumenta. Mucho viento de frente ahora. La caravana se hace lenta lenta. Pechamos despacito el viento en cada pedaleada. El sol se esconde sin darnos tiempo a llegar. Hay una casa en una lomada, a la vera de la ruta. Parece haber sido un bar en algún momento. Nos arrimamos. Algunas personas toman mate en la puerta. Buenas, venimos pedaleando. Desde Buenos Aires, cruzamos por Nueva Palmira. En la lancha, sí. ¿Tendrá un poco de agua? No, no sabemos dónde vamos a dormir. ¿Sí? ¿No les molesta? A nosotros nos vendría bien, claro ¿Parrilla? ¡y leña, genial!
Breve plenario caracaloide. Decidimos aceptar la propuesta. Desensillamos. Prendemos un fuego. Comenzamos a amasar. Invitamos a nuestros huéspedes unas pizzas a la parrilla. Aceptan. Mesa grande. Charla.  Selene, José, Aline y Rodolfo. Él, uruguayo. Ella, brasilera. Los gurises: mitad y mitad. Español, Portugués, Portuñol, Risas. Sobre todo risas. Algunos nos acostamos sobre el suelo de una habitación, otros a la intemperie, para ver el cielo. Nos dormimos contentos: seguir el camino fue bueno. Otra vez.

Maggie está leyendo El Señor de los Anillos. Frodo está partiendo de viaje. En un alto del camino deja oír, como en un susurro, la siguiente canción:

The Road goes ever on and on
Down from the door where it began.
Now far ahead the Road has gone,
And I must follow, if I can,
Pursuing it with weary feet,
Until it joins some larger way,
Where many paths and errands meet.
And wither then? I cannot say

(nuestra traducción es:
El Camino sigue y sigue
justo desde la puerta donde comenzó.
Ahora lejos llega el Camino,
y yo debo seguirlo, si puedo,
caminándolo con paso cauteloso,
hasta que se una a un camino más amplio,
donde muchos senderos y sendas se unan.
¿Y adónde después? Eso no puedo decirlo)

Al amanecer salimos para Nuevo Berlín. Vamos rápido. Estamos motivados. La ruta es buena. Llegamos descansados. Nuevo Berlín es un lindo pueblo. Nació como una colonia nos cuenta alguno en la ruta. Otra vez el rito del río y la siesta. En Tigre llamaban “el mal del sauce” a la cadencia de la gente de las islas, de tiempos prolongados. A nosotros nos agarra algo así. Pero no entendemos lo de “mal”. Jugamos a la mancha dentro del río. Las reglas las acabamos de inventar. Al rato un grupo de chicos juega, cerca, a lo mismo. Nos damos cuenta y nos divierte.
Cuando el sol baja un poco volvemos a nuestras monturas y enfilamos a la ruta sin mucho destino. Hasta donde lleguemos, nos decimos.
Llegamos a Tres Bocas. Es un paraje: almacén, comisaría, estación de servicio y unas dos o tres construcciones más sin nombre. Casas quizás. Pedimos lugar para tirar las carpas. En el almacén: que no, que no está el dueño, que no sé. Etcétera. En la estación de servicio: que sí, bajo los álamos esos, allá, junto a la playa de camiones. Lo único: no me prendan fuego que está todo muy seco. Pueden usar los baños, hay duchas. Estamos hechos. Nos comprometemos a no cocinar con fuego. Igualmente habíamos previsto sánguches. Cena rápida, a cubrir las bicis (parece como si fuera a llover) y a dormir. Las paradas en la ruta tienen lo suyo: por un lado frenamos donde la ruta nos lo permita. Dónde nos llegue el sol. O las fuerzas. A veces bajo un puente, una estación de servicio, la vera de algún campo, un arroyo, un almacén. Dormimos rápido, como en camino. Y al otro día salimos tempranito y lo engañamos un poco al sol que, cuando se despierta se hace sentir.
Amanecemos. Hoy hay desayuno de fiesta: Horacio cumple años. Además de la avena con frutas ya habitual, rosca con dulce de leche. Velitas, cantos, fotos. Como en casa. Luego juntamos los bártulos, los acomodamos en las bicis y salimos. Ya casi nos sale de memoria.


El trailer de mi bicicleta tiene un cartel que reza: revolución en bicicleta. Me lo regalaron, me gustó y se lo puse. Hoy escuché a la gente comentar cuando pasábamos. Y me quedé pensando. No sé bien por qué revolución en bicicleta. Los zapatistas toman el símbolo maya del caracol: avanza lento pero firme, hacia fuera y hacia dentro. También revolución es dar vuelta las cosas. Pedalear también es dar vuelta las cosas. Una y otra vez, una y otra vez. Y salir a pedalear es dar vuelta el mundo. Italo Calvino, en El Barón Rampante, cuenta la historia de un joven que, disgustado con la sociedad, se sube a los árboles con la decisión de no bajar nunca más. Y lo cumple. Dice que para pensar las cosas hay que tener un poco de distancia. El asiento de mi bicicleta es bastante alto.

El destino es Paysandú. La ruta es linda, algo a lo que nos estamos acostumbrando en el Uruguay. En el horizonte llueve. Sobre nosotros brilla el sol. La lluvia se acerca ahora. Ahora se aleja. O nos parece. Al final llegamos a Paysandú secos. Ritual del río. Almuerzo. Siesta. Tarde de artesanías. Naio vende mandalas en la playa. Tiene éxito. Manu camina la playa con libros de poesía. No tiene éxito. O quizás el éxito en el ámbito de la poesía sea algo un poco más complejo. Estamos con ganas de hacer algo de plata. Decidimos salir para alguna plaza. El plan es el siguiente: primero, encontrar una plaza concurrida. Luego, instalar una suerte de feria con nuestras producciones: aros, libros, pulseras, mandalas, hacer música. Y al final, juntar alguna moneda. El plan se cumple a medias; el primer paso no se da, el segundo sí, el tercero a medias: en la plaza somos veinte, la mayoría niños, nos instalamos, pintamos con ellos un cartel, tocamos los instrumentos, sobre todo: nos tocan los instrumentos, ponemos algún límite, no somos creíbles como figura de autoridad, debe ser la nariz de payaso, los chicos hacen lo que quieren, no nos dan bolilla. Los padres matean a la distancia, entre vigilantes y aliviados. Hacemos algo de música. No es brillante ni mucho menos pero nos divertimos. Al final pasamos la gorra. Juntamos poquito: son los padres que nos pagan el haber hecho de guardería. La música podría no haber estado. Es tarde y todavía no sabemos dónde vamos a dormir. Preguntamos en la estación de bomberos: no hay lugar para nosotros esta noche. Enfilamos al camping municipal. Es gratuito, claro, pero está repleto de gente. Equipos de música innecesariamente altos tronan reggaeton, cumbia, música electrónica. Mucho ruido, poca música. Nos instalamos bien en el fondo, en un rincón contra el río. Cocinamos apurados y comemos rico pero tardísimo. Armamos las carpas. Las músicas siguen su confusión a todo volumen. Nosotros nos dormimos lo mismo.

Cartón y pintura. Nariz de payaso. Risa. Vení que te pinto un poco la frente. Sombrero enorme y ella dice el más chiquito que vi. Salta. Patina. Palillo y tambor. Chicos. Muchos chicos. Ellos se animan. Los grandes no. Quizá no quieren. Quizá sí pero no. Tocamos. Los chicos también. Nos impacientamos un poquito, tocan mucho. Nos reímos un poquito. Mucho. Cantamos. No sale. Sale un poco. Bailamos. Ya existe el público. Jugamos. Quizá los chicos nos contagiaron. Pasamos la gorra. Monedas. Moneditas. Poquitas. Cansados nos vamos a dormir. Como chicos. Sin mamá.


Por la mañana nos escapamos, en silencio, de la ciudad. Nos cruzamos con un local donde se está haciendo un remate. Justo están con una cama. Nos proponemos evitar las ciudades grandes. Preferimos los pueblos y el campo. Pedaleamos un rato que se hace corto y llegamos al Río Queguay. Nos sorprende: agua transparente que corre ágil, mucho verde, poca gente. Comemos. Dormimos. Decidimos quedarnos a pesar de haber pedaleado poco hoy. El lugar lo vale. Nos damos cuenta que tenemos poca comida. Luego, casi sin darnos cuenta estamos cenando como reyes. El camino proveyó. Nos acordamos de eso de los lirios del campo, que no se preocupan y están mejor vestidos que Salomón.

El camino provee, dice alguno. Llegamos a un río hermoso, el Queguay. Hay hambre. No hay provisiones. Casi. Nos preocupamos un poco. Hay gente acampando. Alguno, espontáneamente, casi espontáneamente, nos regala pan. Algún otro, agua caliente para el mate. Que por aquí también se acostumbra. El mate, digo. Conversamos con gente que sale de un bote. Vienen de pescar y cazar. Vienen bajando el río hace cinco días. Se van al rato. Nos dejan agua buena para tomar. Y carne de ciervo. Cenamos como reyes. El camino provee, repite alguno. Quizá sea cierto, pensamos otros.


Despertamos junto con el río. La noche estuvo linda y no armamos las carpas. El río estuvo lleno de ruidos, chapuzones, saltos. Y no había más gente. El río está lleno de vida. Mientras el sol apenas se asoma preparamos la avena en una cacerola. Nos sentamos en círculo y la pasamos de mano en mano junto con una cuchara. Luego, la ruta. Ruta uruguaya aún. Ruta tranquila. Las vamos a extrañar cuando volvamos a Argentina. El calor empieza a apretar pero estamos llegando a la parada del mediodía: termas de Guaviyú. De un lado de la ruta hay un complejo termal medio fashion, medio spa. Del otro, un camping familiar de esos con música, carpas que albergan autos y mucho cemento. Ambos lugares son pagos. Nos vamos para arroyo, bajo el puente de la ruta. Lo primero es comer. Luego un poco de fiaca y el río. Las chicas bordean la costa buscando un lugar alejado donde cambiarse las calzas ciclistas por las mallas. Vuelven excitadas, dicen que a Maggie casi la atropella una vaca. El término nos causa gracia. Hacemos una expedición por el río. Muchas algas y peces. Nos sorprende que los peces no se asusten con nuestra presencia y nos resulta un tanto sospechoso.

Las cosas se iban sucediendo
sin ser cosas
y sin tiempo


Baja un poco el sol y salimos a bicicletear con un poco de desgano. Calor pesado. Al rato largo, cuando estamos bien transpirados, un cartel anuncia Chapicuy. Frenamos, exhaustos, en una estación de servicio. Directo a la canilla, nos mojamos las cabezas y estamos un poco mejor. Los que administan la estación son simpáticos. Carlos y su papá. Nos invitan a sentarnos bajo una glorieta. Nos invitan un tereré. Merendamos un pan dulce y galletitas. Conversamos y nos sentimos a gusto. De a poco comienzan a convertirse en nuestros huéspedes. Nos convidan un lugar para dormir, en el jardín de la dueña de la estación. Nos convidan una ducha, un enchufe para cargar los aparatejos electrónicos. La televisión está en un noticiero argentino que dice que murió María Elena Walsh. Nos entristecemos y cantamos la de la vaca que va a la escuela.


Después de cenar unos tallarines hechos en cocina prestada, música y café en el living de Medi, la señora que nos dio un lugar para acampar en su jardín, junto a la huerta. Está de visita uno de sus hijos junto con amigos. Polcas, Chamamés, Tangos. Acordeón y piano. Tocan lindo, muy lindo pero estamos fundidos, el sueño nos agarra aunque no queramos.

las carpas esperan en la noche nublada
unas pocas gotas mojaron la tierra seca
uno o dos perros estarán dormitando por ahí
y dentro de la casa unos porteños tocando el piano con la señora alemana
y su hijo que nos convida polcas desde el acordeón
Carlos habla de fútbol cada tanto, que es hincha de Racing de Avellaneda, aunque sea uruguayo en Uruguay

A la mañana nos despedimos. Medi aparece con una canasta con naranjas de su producción. Salimos bien cargados de fruta con olor a mamá postiza.

La ruta toda para nosotros.
El silencio también.
Silencio que con atención deja oír las aves, los insectos, animales, el aire entre los yuyos y los árboles que saludan.
Todo para nosotros.

Nuestro destino es hoy Villa Constitución. El paisaje es liadísimo. El viento nos favorece empujándonos un poquito, pedalear se hace fácil, como si estuviéramos en bajada. Pasamos de largo la ciudad de Salto. Hacemos kilómetros con mucha rapidez. Al rato largo frenamos bajo unos árboles a almorzar algo. Pasan unos hombres en moto, parecen trabajadores del campo, se acerca la lluvia, nos gritan amablemente. El pronóstico es exacto: al ratito está la lluvia en el horizonte. Parece que se acerca, parece que se aleja, no se acerca pero pasa. Al final, cuando vamos a empezar el truco, se levanta un viento fuerte con olor a tierra mojada. Armamos rápido las bicis y cubrimos los equipajes con plásticos. Ni bien nos largamos a la ruta y sale el otra vez. Pablo rompe un agarre del portaequipaje pero lo resolvemos con lo que tenemos a mano. Seguimos pedaleando. El camino se hace largo. Según lo que habíamos calculado antes de salir deberíamos haber llegado hace un rato lardo. Nos damos cuenta que nos habíamos equivocado en el cálculo. Pedaleamos un rato más. Nos desviamos de la ruta principal para entrar en Constitución. Son quince kilómetros cansadores pero la ruta es un sueño. Al final llegamos al río. Nos felicitamos, hicimos noventa y cinco kilómetros en un día.


Si nos persigue la sincronía decimos que entendemos un poco más los ciclos,
amanece y atardece, sí,
tan dulce el sol allá lejos que no puedo cocinar,
las voces del viento reverberan en el río,
llegan lentas hasta la arena,
y el cielo cada vez más rojo.
Vos parado de espaldas, con las zapatillas puestas.

Villa Constitución es un pueblo lindo a orillas del Río Uruguay. Llegamos un día después de la fiesta del pueblo así que la costa está bastante sucia. Pero la costanera es un muy pintoresca. A la altura de Salto hay una represa, así acá el río bien ancho. El río está planchado y parece un lago. Decidimos darnos la mañana siguiente de descanso.

Acá no nos pueden robar,
porque no tenemos nada,
porque nada nos hace falta,
porque dejamos todo allá, antes de venir.


Salimos a la ruta al alba. La idea es llegar a Bella Unión, el último rincón de Uruguay en nuestra ruta. Al norte limita con Brasil. Al oeste, río Uruguay de por medio, con Argentina. Decidimos cruzar el río en lancha. El camino se hace rápido. En los últimos días nos sentimos más cómodos en distancias más largas. Nos estamos acomodando a pedalear todos los días. Hacemos setenta y cinco kilómetros. Llegamos bastante enteros y bastante acalorados también. Mientras algunos preparan unos sánguches otros vamos a averiguar por las lanchas a Argentina. Nos sorprendemos con que en media hora parte la última del día, habíamos pensado que sólo cruzaban hasta el mediodía que tendríamos que esperar al día siguiente. Le avisamos a los compañeros, comemos un sánguche apurado y dejamos el segundo para Argentina. Hacemos los trámites de frontera. Nos atiende una señora amable que mira los documentos con poco convencimiento. Mientras subimos las bicis a la lancha. En el trayecto de cinco minutos sobre la lancha charlamos sobre la arbitrariedad de las fronteras. Tanto si es una aduana súper moderna con scáneres e interrogatorios como si es un puestito en el medio de la nada con algún paisano amable que oficia un papel como disculpándose, se nota que hay mucho de ficción en esto de dividir la tierra en pedacitos.
Mientras nos acomodamos en el camping para terminar los sánguches nos damos cuenta que estamos raros: nos habíamos acostumbrado a pedalear Uruguay. Alguien comenta que el camping es pago. Alguien pide agua caliente y le cobran dos pesos. Alguien quiere ir al baño y le exigen un peso. No estamos del mejor humor. Nos preguntamos cómo nos las arreglaremos para caracolear Argentina.

En Uruguay aprendimos a: despojarnos, poner en movimiento, quedarnos quietos, ser ahora, proyectar, pedir, aceptar, no derrochar el agua, ser justos, equitativos, madrugar cantando, mirar las estrellas, querer la lluvia y el cielo gris, cuidarnos en la ruta, esperarnos, intercambiar palabras, tenedores y dentífricos, reciclar, aprovechar, resignificar porque el camino tiene, trae y lleva, como un río, a picotear visiones, sentir el ritmo, comer por demás, no tener vergüenza, regular caprichos.
También aprendimos la serenidad y gratuidad dadora de los río, la amabilidad y cercanía de nuestra especie, lo vasto del mundo y el engaño que hemos creado como sistema para vivir olvidados.
Aprendimos que ante la tensión: comunicación sincera. Ante lo insípido: pimienta negra, ajo y cebolla.

Fotos

 Nueva Palmira, lunes 3 de enero. Río Uruguay.
Habiéndose desprendido 4 ciclistas, los restantes 7 rumbo a Tres Bocas luego de haber pasado por Nuevo Berlín.

río de los pájaros pintados



El cuaderno que hace de bitácora dice que hoy es el quinto días desde que partimos. Ya nos vamos acostumbrando a esto de viajar pedaleando; vida de pajarito, amaneciendo con el sol y guardándonos con las últimas luces. Alguien dijo alguna vez que el amanecer y el anochecer eran la hora de los espíritus, la hora en que salen a caminar el mundo. Es la hora también en que salimos a pedalear, para confundir al sol de enero. Y la hora en que terminamos de cenar, para aprovechar las horas del día y de la noche.
Partimos de Bella Vista nueve personas. Antes de que amanezca esta vez, apurados para llegar a horario a Tigre para tomar la lancha colectivo. Salimos tarde, como era de esperarse después de una noche de últimos preparativos, despedidas de amigos, alguna que otra cerveza. Algunos nos acostamos a las dos de la madrugada. El despertador sonó a las cuatro. Cinco y media teníamos los bártulos cargados y las bicis en movimiento. Teníamos una hora y media para llegar. Parecía que no llegábamos. Nos exigimos, salimos a toda máquina y a los quilómetros empezamos a cansarnos por demás. Una compañera se quemó, hasta acá llego dijo en algún momento. Otro compañero la llevó “colgada” (agarrada del hombro). Llegamos al fin. Con tiempo de sobra, la lancha estaba retrasada.
En la espera nos reconocimos: Delfina, Maggie, Horacio, Pablo, Carla, Manuel, Francisco, Agustina, Ignacio. Algunos nos conocíamos. Amigos. Hermanos. Compañeros. Algunos no. En Nueva Palmira nos esperaban Anabella y María. La suma nos daba once personas. Nos conocimos, pedaleamos y la pasamos bien.

La lancha colectivo, cargada de bolsos, bicicletas y personas zarpó al fin. Recorrimos el Tigre primero, el delta del Paraná después. Cuatro horas de ríos, verde profundo, juncos, pájaros, paz. Sobre todo paz. En el viaje dormimos lo que no la noche anterior. Nos llenamos los ojos de verde. Nos llenamos el cuerpo de paz. Hablamos. Mateamos. Imaginamos lo que suponíamos que vendría. El viaje empezaba bien.


Hay porciones de tierra que flotan, solas, como nosotros, solos, juntos pero solos, ahí vamos. Hay pasajeros que miran para afuera, un rato, al principio, pero después se olvidan, después vuelven a leer el diario, a cerrar los ojos, a tocarse las piernas, y mientras la casita azul, entre sogas y ramas verdes bien verdes, qué pasará cuando suba el agua. Hay escaleras, troncos y techos de chapa. Hay pájaros negros en el árbol seco. Hay un día nublado, gris y fresco, como para que vayamos tranquilos, como para que esta ansiedad sea lo único ardiente; roja, cosa roja entre tanto río y olor a agua, a mucha agua toda junta, sola.


Calor al llegar a Nueva Palmira. Mucho calor. María y Ana nos esperaban al lado del muelle. Los trámites del lado uruguayo. Ya se respira otra cosa. Los empleados de la aduana, de la policía y de la empresa de transporte sonríen, toman mate, se toman su tiempo. Me los imagino poniéndose la camisa al ver aparecer la lancha. Luego mate y charla bajo un árbol. Así se vive bien. Así se vive.

Luego juntar todos los petates sobre las bicis, intentar que entren, probar otra vez. Y otra. Sin darnos cuenta damos vida a un conjunto de rituales; cocina él. Ella se encarga del agua. Las carpas las arman ellos. Se desayuna avena con frutas, pura energía para pedalear. Almorzamos liviano, sánguches, ensaladas. A la noche una comida de campamento: fideos, guisos, polenta, pizzas. Con los días nos vamos acostumbrando y lo que era nuevo, azaroso, se hace costumbre. Hacemos el camino, que nos hace. Hacemos costumbres, que nos hacen también. Es un tiempo maravilloso, se puede empezar todo de nuevo: desayunamos de la misma olla, antes de comer nos tomamos de las manos. No sabemos bien por qué, pero nos gusta. A veces la gente nos mira raro. También nos gusta un poco.

Veo sólo rostros. A veces también veo reflejos en el agua, porque allí es donde flotan, un rato flotan. Y no tienen cuerpo porque se sacaron la ropa, y la desnudez es transparente. Como algo implícito que quizás ni está, yo invento que sí, que me da cosquillas algún misterio.

Decidimos pasar la noche en Punta Gorda, el lugar donde nace el Río de la Plata. Es un lugar alejado de la ciudad, se puede acampar libre, gratis. El plan es no pagar por alojamiento. Uruguay nos sorprende con sus campings gratuitos, la hospitalidad de su gente, la cantidad de arroyos y ríos invitando a la carpa. El plan empieza a funcionar.

Entonces pedaleamos. Son sólo cinco kilómetros. Pero de cuchillas. Subir y bajar, subir y bajar. Una cadencia a la que nos empezamos a acostumbrar. En la primera subida algunos se agotan. Después confiesan sus pensamientos: menos mal que al final no vine con la bici de paseo, pensé que no llegaba, yo no estoy para esto. Pero llegamos todos. Armamos carpas. El lugar es hermoso. El Río Uruguay nos recibe en toda su inmensidad, como con los brazos abiertos. Asamblea, proponemos el itinerario del día siguiente, horarios de levantada general, itinerarios, recomendaciones, ideas sueltas, etcétera, etcétera. Al final nos ponemos de acuerdo: levantarse al alba, desarmar todo (carpas), armar todo (alforjas, bicis) y pedalear. Destino: Villa Soriano, un pueblito a orillas del Río Negro.

Amanecemos mas o menos al alba. Desarmamos. Armamos. No entra. Volvemos a armar. A alguna bicicleta no le funcionan los frenos. Dejémosla así. No, es una locura. Bueno, arreglemos. Desarmamos un poco. Arreglamos. Queda mas o menos pero frena algo. Partimos. Subir y bajar, subir y bajar. Ahora parece más sencillo. Será que lo conocemos. Al camino, digo. Salimos a la ruta, empezamos a pedalear. Vamos lento. Bastante lento. Trece kilómetros por hora. Algunos nos impacientamos un poco. Luego ya no. Somos once, algunos no suelen pedalear, se entiende. El sol se hace presente. Crece y crece. Al final es algo enorme, caliente, que nos aplasta. El agua se acaba. ¿Pedimos en alguna casa? Dale, pedimos. En la primera que nos crucemos. Ahí hay una. Buen día señora, venimos viajando en bicicleta. De Buenos Aires. Ja, sí, varios gurises. ¡Pero gracias! ¡Se pasó, agua fresca y hielo! Hasta luego, que usted también pase bien.

El sol sigue arriba. El agüita fresca lo aplaca un poco ahora. Dale que falta poco. Bienvenidos a Dolores. Exhaustos encontramos un supermercado. Compramos para almorzar. El verdulero nos da charla. Que es argentino. Que la inseguridad. Que acá se vive distinto. No nos preocupa mucho lo de la inseguridad, pero es cierto que acá se vive distinto, a otro ritmo. ¿En Montevideo será igual? Quizás es porque somos de la ciudad. O de cerca de la ciudad en realidad.


Seguramente, seguro que ya lo dijo alguien, y otro seguro lo escribió: el camino provee. el camino tambien se lleva las cosas. habia una pared pintada en Paysandú que decía “despacito se llega lejos”. a paysandú llegamos despacito, como una semana tardamos pedaleando, y con los malhumores del hambre y el sol en su apogeo desbarrancamos en la playa. cada parada es una estación que dura un río, varias comidas, la noche con las bolsas de dormir, algunas veces algunos al aire libre bajo las estrellas, la intemperie las veinticuatro horas sacudiendo la piel, y el amanecer, el desayuno de rey para arrancar con la energía de un camino por hacer andando.