El camino es un desierto. Hacia todos lados, desierto. De vez en cuando al costado de la ruta hay nieve. Antonio nos cuenta que la máquina que viaja con nosotros es una perforadora. Viene de Manaos (Brasil), de explorar una zona muy rica en minerales donde prontamente va a instalarse una minera y vuelve a Antofagasta (Chile) de donde fue alquilada. Son 11camiones más los que traen de vuelta estas máquinas. Inocentemente hacemos cuentas de la cantidad de dinero que significa el traslado de semejantes máquinas solamente para una exploración. Concluimos que las minas mueven mucha plata, muchos intereses y mucho poder. Después de una larga subida y una larga bajada que se hace más despacio aún, llegamos a San Pedro de Atacama. Antonio estaciona su camión y nosotros hacemos el ingreso por la aduana.
Ya es entrada la tarde y arrancamos con nuestro habitual paseo por la ciudad a buscar un lugar donde pasar la noche. El panorama es un poco turbio, en la policía nos dicen que está prohibido acampar en toda la zona. Los campings son carísimos, todos los precios. Es imposible comprar ni un poco de pan. El lugar está armado para turistas, turistas con plata. Ya cae la noche y todavía no sabemos qué hacer. Nos pasaron un dato de un lugar un poco escondido para tirar la carpa a última hora. Damos una última vuelta y entramos a un local donde vemos un artesano laburando madera a ver qué pasa. “Vengan a casa” nos dice Alex. Lo esperamos a que termine y nos lleva a su casa, donde vive con su mujer y su hijo. Armamos la carpita en el patio y nos acostamos, rendidos del viaje en camión.
Mientras desayunamos charlamos con Alex. Nos cuenta de la dictadura chilena, de la música que se desoyó, los libros que se borraron, las palabras que se callaron y las personas que desaparecieron. De las puertas que se abrieron al capital extranjero, del modo de vida consumista que instaló la dictadura.
El sueño socialista tuvo la mala suerte de morirse en Chile cuando lo de Pinochet; dicen que Neruda, que como poeta vivía de sueños, no soportó el golpe. A veces parece que la realidad puede más que la poesía.
Nos despedimos agradecidos. Almorzamos algo a las orillas de un río, a la vueltita, un poco escondidos, los Carabineros no dejan pasar una. Después vamos a buscar a Manu que calculamos debe estar llegando.
Llego a San Pedro de Atacama, Chile, cerca del mediodía. Aduana, la amable señorita me saca una bolsita de coca, revisa poco, y me deja libre la entrada a este nuevo país.
Me mensajeo con el Negro, gastando los últimos restos de crédito del teléfono, y pedaleo hacia el Pucará de Quitor para encontrarme con él y con Carla.
El viaje es un magma amorfo que avanza adentrándose en lo desconocido –sólo es concreto en el instante en que es pasado, en que se imprime como circunstancia entre las contingencias , dejando un cauce trazado. La intuición y el deseo son la guía.
Agarramos la calle de tierra camino al Pucará de Quitor y vemos la bici violeta que avanza en nuestra dirección. Somos tres por primera vez. Nos quedamos conversando en el río, tomando mates, y armamos la carpa en una callecita obscura de por ahí.
La mañana es bien fresca, arrancamos la pedaleada súper abrigados y a medida que avanzamos nos sacamos capas de ropa. El camino sube, tenemos que atravesar un cordón de montañas. El sol y la altura nos empiezan a pegar y paramos a almorzar al costado de la ruta. Leña no hay, la inventamos con maderas y demases que juntamos del costado de la ruta. Sombra no hay, la inventamos metiéndonos en una alcantarilla por la que no corre agua. Comemos un guiso en el medio del desierto y nos amontonamos en el tubo metálico a aguantar que el sol afloje. Un poco más descansados intentamos algunos kilómetros más a ver si llegamos a la bajada prometida antes de Calama. El viento nos da de frente, las bicis al costado, caminando. Frena una camioneta y Rodolfo nos dice que falta mucho para Calama, que sigue la subida, que sigue el viento y que a la noche está helado. Él nos lleva hasta la ciudad. También nos habla de la dictadura, herida abierta. Nos cuenta que en los ’70 jugó en la U. Cuando llegamos a Calama intenta ubicarnos en la casa de un amigo suyo. No está, pero aparece Oscar, encantado de recibirnos en su casa. Vive con Zulema en una pieza con techo de chapa, el corazón es enorme. Nos invitan el tecito y nos habilitan una habitación con colchones y frazadas.
“No eres lo que tienes, sólo eres lo que das”
Nos vamos de Calama con las alforjas llenas de choclos, blancos y dulces, que nos regala Oscar. Hacemos unos pocos kilómetros y cuando llegamos al cruce de Chuquicamata estamos muertos. Descansamos en una sombra y picamos algo mientras vemos el cerro que se ubica justo delante del horizonte al que vamos. Nos parece una buena idea entonces hacer dedo y nos pasamos la tarde haciendo fútiles señas a los vehículos que pasan. Cae la noche, empieza a hacer frío, buscamos donde dormir. Nos acercamos a Chuquicamata, el pueblo fantasma está cercado y en la entrada hay una mujer que nos dice que, aunque todas las casas están abandonadas, no se puede ingresar. No, dama, imposible. Nos vamos un poco embroncados y probamos suerte en la estación de bomberos. Nos hacen un lugar en la bodega y nos convidan cafecito. David nos conversó un largo rato, contándonos sobre Chuquicamata, la mina a tajo abierto más grande del mundo. Mauricio, antes de irse, nos convida su vianda. Edwin y Esteban nos ofrecen una ducha caliente.
Buenos augurios de los bomberos y salimos temprano, con las ansias que genera acercarse al mar después de tanto tiempo. Tomamos la ruta 24 y pedaleamos la subida del cerro Montecristo con paciencia. En la cima, siempre reconfortante, comemos algo y nos largamos al vacío, asfalto abajo, las piernas quietas por varios kilómetros, la gravedad tirando para abajo, para adelante. Llegamos con el sol en la cabeza al cruce con la ruta 5. Ahí nomás nos instalamos en un puesto de carabineros abandonado. Cocinamos algo, descansamos por la tarde, y por la noche recibimos compañía. Un hombre instala su carpita al lado de la nuestra, un nómade que hace años va de pueblo en pueblo, trabajando cosechas y demases. El negro cielo estrellado y otro cordón atravesado.
Última pedaleada para llegar a la costa, de arena blanca y aguas cálidas nos dijo Alex en San Pedro. Le metemos pata. Los primeros 20 kilómetros son de una subida suave pero continua y nos agota. Recargamos con el descubrimiento de la leche fría con azúcar y avena y seguimos. Atravesamos lo que queda de continente entre subidas y bajadas hasta llegar al último cordón. Para todos lados desierto y el mar allá a lo lejos. Los 17 kilómetros de bajada prometidos igual nos hacen pedalear, el viento se encajona entre las montañas, igual que la ruta, y tira para arriba. Llegamos a Tocopilla, nos deslizamos los últimos metros hasta el mar y nos clavamos a ver el horizonte. La arena es negra y el agua fría, opuesto a lo que nos habían anticipado, distintamente bello a lo que habíamos imaginado. Armamos la carpa ahí mismo.
Desayunamos varios melones de los que nos dieron ayer en la feria, todos los que podemos, cargarlos va a ser una complicación. Pasamos por el mercado y hacemos unos pocos kilómetros, en el camino nos cruzamos con Tres Marías. Desde la ruta, que costea el mar, vemos unos peñones que nos gustan y bajamos. Termina siendo el vertedero municipal, encontramos un lugarcito lindo y nos quedamos a leer, hacer tortillas, recolectar berberechos y comerlos con arroz. La luna sale de atrás de las montañas e ilumina la costa.
Me metí en el mar. Éso necesitaba, un buen chapuzón frío y salado. Volver a vivir. Buen humor. Ahora vamos a hacer tortillas y chocolatada.
La ruta es hermosa. Vamos al pie de la montaña con el mar encima nuestro. Desde las bicis vemos delfines que van para el mismo lado que nosotros. Parecen contentos, viajando, saltando, igual que nosotros. Pasamos un túnel y divisamos un grupito de casas y algunos barcos. Frenamos y bajamos. No es más que eso, un grupito de casas y algunos barcos. Un puerto que son algunas maderas sobre las piedras, el agua transparente, turquesa, la arena clara y unas mesitas sobre la playa. No hay mucho que pensar, nos quedamos en La Cuchara. Walter nos convida agua y Pepe, buceador, nos ofrece locos y lapas, deliciosos monstruitos marinos que acompañamos con almejas que recolectamos de la orilla. Cenamos como reyes submarinos, disfrutamos del fuego y dormimos con colchones de arena.
Hoy, al despertar, salí de la carpa cuando pasaba cerca, caminando por la orilla, un pescador. En camisa y calzoncillos levanté la mano, saludando; él levantó la mano, saludándome. Después me lavé la cara en el mar.
Por la mañana intentamos pescar algo pero terminamos almorzando un especímen que nos ofrece Pepe. Ahí nomás pasamos la tarde, entre sal y sol. Cuando atardece amenizamos con un fuego, se ve cada vez menos y luego se ve cada vez más, cuando sale la luna llena de atrás de la montaña.
Otra vez la ruta del mar y otra vez parar en alguna caleta que nos plazca. Caleta Urco. Donde terminan las casas bajamos y nos seguimos dedicando a la contemplación, la lectura y la puesta a punto de las bicis. Por la noche nos damos un lujo y cenamos Donde El Gringo, quien nos trata como amigos y nos presta un techito para poner la carpa.
Salimos temprano y pedaleamos más que los últimos días. Con mate de por medio pasamos a la I Región y paramos a almorzar en Caleta Chipana. Álvaro nos cuenta que una de las actividades en la zona es la recolección de algas. El mar las sacude, las arrastra hasta la costa, la gente las junta, las pone a secar dos o tres días, las enrolla y las vende. Así de simple. Juntamos algas, entonces, y las ponemos a secar sobre la arena. Caminamos un poco la playa y antes de que suba la marea juntamos también algunos moluscos que cocinamos para la cena.
La mañana es mate y avena al sol. Buscando leña y agua encontramos a Marisol y su marido que nos convidan con bebida y comestibles. Nos instalamos patas al mar a almorzar y aparece Matías, bicivolador que Manuel conoció en Purmamarca, con Paul, bicivolador que viene desde Alaska en dirección a Ushaia. Comemos algo juntos, charlamos un poco. Paul sigue camino, Matías se queda a pasar el día. Juntamos berberechos, hacemos tortillas, cenamos y tomamos unas birras (invita un vecino del pueblo que difícilmente puede mantenerse en pie).
Al día siguiente Matías sigue camino, nosotros damos vuelta el huiro para que termine de secar y disfrutamos de otro día de playa.
El sol se pierde entre olas majestuosas.
Las gaviotas lo saludan.
El agua para los fideos comienza a hervir.
Las algas están casi secas.
Quizá mañana partamos.
Ya con ganas de agarrar la ruta nuevamente, enrollamos las algas ayudados por Magadalena, las vendemos y salimos a pedalear. Le damos hasta San Marcos y mientras compramos unos panes, desde el muelle unos hombres agitan los brazos, gritan y levantan vasos de vino. Allí vamos. Luego de un rato de conversación amistosa y tambaleos por parte de los amigos que estaban terminando de poner a punto un barco, subimos a la casita de hardboard que nos ofrecen para pasar la noche. Ahí nos quedamos tomando algo con Don Jano, Javier, Manolo y el Capitán, comemos un pescado frito que nos ofrecen y vamos a tomar un café a la casa de Don Jano, donde conocemos a su mujer Jimena y su hija la Chiqui.
La ruta ya está más lejos del mar y aterrizamos en Chanavayita. Almorzamos en un restaurante abandonado y armamos campamento en la playa. No en la céntrica, de ahí nos echan porque los vecinos la cuidan para el turismo, dicen los carabineros, no se puede acampar ni hacer fuego, pero acá a la vueltita hay otra. Obviamente la playa que no se cuida por el turismo es un basural, pero nos hacemos un lugarcito y leemos hasta el atardecer cuando se encienden las lucecitas de la caleta.
Arrancamos y le metemos camino a Iquique, gran y bella ciudad anticipada por los habitantes de las caletas. La ruta está más lejos del mar, y parece todo más deshabitado. A unos 20 kilómetros Manu rompe llanta y se acerca en camioneta. Iquique nos resulta enorme: Mc Donald’s, taxis, buses, mall, tráfico, semáforos. Comemos en una pensión, almuerzo completo por favor, entre los locales peor vistos. Damos algunas vueltas y nos acercamos al mall donde terminamos robando señal wi-fi para mandar señales de vida a los queridos. Cuando salimos ya es de noche y, camino a la playa para acampar (aunque está prohibido acampar en las playas iquiqueñas) un trapito nos dice que podemos armar la carpa ahí mismo en la estación de servicio. Olor a pis y terreno en declive, pero vale igual.
Por la noche escuchamos varias alarmas de autos, por la mañana no escuchamos el despertador. El camino continente adentro se inaugura con una subida bastante terrible, así que nos acomodamos donde comienza y Carlos nos acerca unos pocos kilómetros en su camioneta hasta Alto Hospicio. Las rutas están plagadas de camiones y nos tienta la idea de ir hasta Arica en un tramo, en un rato, y no en la semana que prevemos en bicicleta, semana de desierto, además. Nos instalamos en una estación de servicio a la salida de la ciudad, alguien de todos los que van a Arica nos puede llevar. Pero no, ninguno. Hacemos noche en un terrenito que nos prestan y nos proponemos salir mañana a la mañana.
La vida es una fuente de agentes externos –las cosas no funcionan siempre como yo quiero. Aprender a aceptar la fatalidad.
Así hacemos, probamos suerte una vez más con los camiones, por las dudas, pero salimos pedaleando. El camino sube, para variar. Hay que cruzar nuevamente esos cordones montañosos. Llegamos a Humberstone pero lo único que hay es un pueblo abandonado, olvidado cuando la mina se fue. Divisamos unos árboles y llegamos a El Bosque, un recinto militar. Comemos algo a la sombrita y charlamos con unos neozelandeses que vienen viajando en moto. Después de un descansito, arrancamos por 20 más y llegamos a Huara con viento a favor. Mientras nos hallamos en el pueblo un carabinero nos ofrece una ducha. Por la noche dormimos en un quiosquito que nos presta María Cristina.
Desde Huara hay un camino a Arica, norte de Chile, y otro a Colchane, frontera con Bolivia. Además, al haber un control de Carabineros, los camiones paran obligados. Nos parece, entonces, que es un buen lugar para buscar un camión con lugarcito para tres bicis y nos dedicamos a hacer dedo. No pasa nada en todo el día.
El viajante no espera, viaja. El turista sí espera, cuando le toca. Espera que lo atiendan, por lo menos. Por eso a veces no funciona, esperando que nos lleven no nos llevamos, no viajamos… ahí deja de funcionar.
El despertar ya es distinto. Tenemos planes y los activamos. Si no pasa nada en la mañana, arrancamos en bici a la tarde. El camino que sigue se nos presenta al principio como terrible, pero llegamos a la conclusión de que varios de los caminos que ya pasamos habían sido presentados como terribles… y no lo fueron tanto. Aparece Otilia. Nos habla, nos pregunta cómo estamos y qué necesitamos. Vuelve al rato con su hijo y un carrito repleto de cosas: papas, cebollas, sal, azúcar, café, levadura, jugo, una olla, tazas, cubiertos, ropa, bolsos, una frazada. Nos abraza, nos bendice.
Estoy escribiendo y entra un vendaval: de pronto se revoluciona la siesta y todo vuela por el aire. Miro asombrado cómo los papeles se elevan cientos de metros en el azul del cielo. La basura baila en lo alto junto con el polvo. Todo es fiesta allá arriba, entre la basura y la tierra, sólo hay que levantar la mirada.
Pedaleamos contentos por la tarde. Por pedalear, contentos, por la tarde. Bajada y viento a favor para inaugurar la ruta dirección cordillera, dirección Bolivia. Atardece y frenamos en un asentamiento minero que parece habitado pero no hay nadie. Con un poco de pudor pero con la confianza ganada en este tiempo, acercamos las bicis y armamos un fuego. Al rato llegan Hortensio y Javier, padre e hijo. Nos ofrecen agua, un techo y una tele, por si queremos mirar. Cenamos y nos metemos en el cuarto. Las noches son frías.
Es temprano, es de noche. La luna está finísima y las estrellas todas. Pedaleamos lento una subida constante y, entre todo el desierto, divisamos un toldo verde. Allí vamos a hacer la parada del mediodía. Es una tumba. No podemos rechazar la sombra, hacemos un fuego ahí cerquita y descasamos un rato mientras esperamos que se calme el sol.
Pedalear se siente bien hoy. Vamos subiendo el desierto cuesta arriba, racionando el agua. La ruta es desafío y es hogar también, nos cobija. Almorzamos junto a una ermita de algún difunto que, generoso, nos recibe. De postre nos comparte un chocolate y unas galletas que le dejaron de ofrenda. Hablamos un poco sobre el más allá; como si supiéramos, como si importara.
A la tarde salimos de nuevo. La subida no afloja. Ya de tardecita frenamos de nuevo en un mojón de la ruta. Fuego, comida y a la carpa temprano para esquivar el frío.
Le seguimos metiendo pata a la subida y a veces hay que bajarse de la bici. Claramente estamos subiendo. Cuando paramos a almorzar ya está entrado el mediodía. Notamos que afloja el desierto, hay verde, yuyos, aves, chicharras y vaquitas de San Antonio. Buscamos leña, hacemos guiso y siesta en una sombra inventada. Salimos nuevamente a la tarde, cosa que no hacíamos antes pero que se volvió necesario para avanzar en esta ruta. En una de esas curvas que nos bajamos de las bicis y caminamos cuesta arriba, se queda una camioneta con una banda de músicos. Van camino a Chiapa, un pueblito ahicito nomás, a la vueltita del cerro. Hay fiesta, por tres días, fiesta de la Santa Cruz. La buena noticia es que falta poquito para Chusmiza, el pueblo al que nos dirigimos, primer pueblo sobre la ruta en los 80 km desde Huara. Pocos kilómetros más, con una bajada amiga y estamos, en Chusmiza, colgado en el cerro, enterándonos que aquí también se festeja la Santa Cruz. La fiesta empieza hoy. En la cocina nos ofrecen agua hervida para el té y nos quedamos a tomarlo ahí nomás, entre el fuego y las ollas gigantes. También ligamos una sopita, para probarla a ver si nos gusta. Armamos la carpa en un terreno, tomamos un chocolate caliente en la Iglesia, cenamos (sopa y segundito) y charlamos con Jorge, dirigente de una comunidad aymara, para terminar en el baile.
“… no sé quién soy, a dónde llegaré, cuál es mi camino…”
Nos llaman la atención las letras de algunas canciones que llamamos un poco en broma y un poco en serio cumbias existenciales. Pero este no es el existencialismo al estilo europeo ni el cavilar del hombre perdido y alienado en la gran ciudad. Acá parece que el sujeto no está tan presente, como si estuviera perdido en los cerros, en el tiempo, en los dioses, en la vida. No perdido como queriendo salir de un laberinto, sino como si fuera parte del laberinto mismo. Es como si atrás de la fiesta de la Santa Cruz hubiera algo más, un carnaval escondido, algo más ancestral que el diablo cristiano, anterior al yo o al tú, algo atávico que tiene que ver con el misterio desnudo del estar, del mero estar aquí. Estas son las cumbias existenciales, no las del ser alguien sino las del estar nomás.
Como desayuno nos clavamos un plato de calaburca cada uno. No es un tecito ni pan con mermelada, la calaburca es un guiso con papa, maíz, habas, tres carnes distintas y si quiere le agrega picante. Vino tinto en caja para acompañar. Amenizan el amanecer Aldo, un chofer boliviano y los chicos de la banda (iquiqueña) que vienen a musicalizar la fiesta. Nos enteramos de que hay termas y allí vamos a bañarnos en agua calentita y lavar nuestra ropa. Luego almorzamos (siempre sopa y segundito) y vamos para el baile.
Así son las fiestas en la altura. La gente bebe desde que comienza hasta que termina (no el día sino la fiesta). Abunda también la comida y la extroversión por parte de quienes participan de la celebración. Alguien invita la fiesta, una pareja cada año. Esa pareja es la encargada de ofrecer la comida, la bebida y la música. Todos estamos invitados a la fiesta. Todos.
Último día de celebración, comemos, tomamos y bailamos un poco más y empezamos a armar lo nuestro para dejar todo listo. Sólo íbamos a pasar la noche en Chusmiza y terminamos a plena fiesta y terma.
Desayunamos con Alex, músico de una de las bandas que habían amenizado la velada, y Atilio (alias Boris), animador de otra de las bandas. Nosotros despertamos, ellos se amanecen. Ya sale el sol y salimos, cuesta arriba, a subir esa bajadita que habíamos disfrutado antes de llegar al pueblo. Empujamos bastante las bicis y el paisaje vuelve a ser árido. Paramos pasado el mediodía y analizamos lo que queda de camino. Parece que por allá arriba, donde se ve el camino, es el lugar más alto, de ahí empieza a bajar. Ya nos está pegando la altura y decidimos no jugarnos a tener que pasar la noche más arriba. Armamos campamento ahí nomás y calculamos hacer subida y bajada mañana.
Luego de una noche de sonidos extraños e indescifrables y un frío correspondido con la geografía, nos amuchamos pegado al fuego a esperar que salga el sol. Encaramos la subida con energía y sabemos mantenerla a pesar de las caminatas que nos mandamos de vez en cuando. Llegamos a la apacheta que marca del punto más alto, donde el camin empieza a bajar, lo que no quiere decir que deje de subir. Baja… y sube. Las nubes cada vez más negras cada vez más cerca. De a ratos largan agua, de a ratos nieve. Avanzamos rápido dudando en parar. Si nos agarra la tormenta estamos fritos. Le metemos y, cuando el viento cambia favorablemente de dirección, avanzamos a una velocidad inesperada y llegamos a Colchane escapando de las nubes.
Instrucciones para cruzar los Andes en bicicleta
Si usted planea atravesar la Cordillera de los Andes utilizando una bicicleta como medio de transporte tenga presente que, en términos generales el viaje consistirá en una interminable subida primero y en una velocísima bajada después. La subida implicará algún que otro día de un arrastrarse penoso empujando la bicicleta cuesta arriba (sí, no se haga ilusiones: subir los Andes en bicicleta es algo que se hace más caminando que pedaleando). No desespere: mantenga contra viento y marea (y contra todos los cálculos lógicos) esa esperanza que se dice en la próxima curva el camino empieza bajar, esta subida es la última, no puede haber más. Eso sí, cuando llegue la primera bajada no se entusiasme demasiado para no llevarse una decepción que puede ser mortal para su ánimo: en los Andes se usa un espacio indeterminado de picos y llanuras a más de 3500 metros de altura, entre la gran subida y la gran bajada.
Con tanto caminar quizá el camino se le haga largo y tenga que pernoctar arriba de la montaña. Acaso sufrirá algo de dolor de cabeza a causa del apunamiento, un intenso frío generado por la altura y el viento constante y hasta quizás le nieve. Cuando el cielo se ennegrezca y aparezcan las estrellas evalúe qué bajo es el precio que le cobra la Tierra por la posibilidad de dormir entre las estrellas.
Al final de la marcha, cuando ya casi se ha apagado la llamita de esperanza, comienza la bajada. Descubrirá que todo el placer de desplazarse en bicicleta se concentra en este momento: dejarse llevar cuesta abajo, los ojos entrecerrados a causa del viento, el alma convertida en pájaro y la bicicleta en una máquina de volar.
Tomamos un tecito para relajar y los Carabineros nos habilitan una casita abandonada para pasar la noche. Barremos un poco, buscamos leña y hacemos el guiso en el hogar. Tiramos las bolsas al lado del fuego y saludamos a nuestra última luna chilena.
Desayunamos también frente al hogar y cuando ya salió el sol vamos para la aduana a hacer los papeles. Hay cola, esperamos, llenamos formularios, mostramos pasaporte. Ahí en la aduana conocemos a Edi, nos habla un poco de la ruta que viene y nos dice que lo busquemos en un rato, que tiene algo de mercadería para regalarnos. Bienvenidos a Bolivia.