Bolivia, somos tierra


Salimos de Colchane, hacemos los últimos metros de tierra chilena y llegamos a un edificio moderno, la aduana chileno-boliviana. Nos metemos en la fila pasaporte en mano mientras conversamos con algunas personas. En general son bolivianos que van o vuelven de Chile. Les llaman la atención nuestras bicicletas, nos preguntan por el viaje, nos dan recomendaciones para trasnsitar por Bolivia. Hay una persona particularmente amable, se llama Edi. Quedamos en encontrarnos por la tarde y nos metemos en la primera ciudad bolviana de nuestro recorrido: Pisiga Bolívar. Cambiar de país es como jugar un juego nuevo: hay que aprenderse las reglas desde cero. Entramos en algunos locales preguntando precios, averiguamos el valor del cambio de la moneda, nos perdemos en cuentas que mezclan pesos chilenos, argentinos, bolivianos y dólares y al final cambiamos algo de plata. Con algunas llamadas telefónicas tranquilizamos a nuestras madres –desierto chileno y Cordillera de los Andes por medio, hace mucho que no mandamos señales de vida a la familia, y nos instalamos en la plaza a almorzar.
Pasamos un rato agradable compartiendo un té con Edi, nos termina invitando a su casa en La Paz. Nos despedimos y partimos hacia el pueblo de Sabaya. Calculamos que está a treinta kilómetros de distancia, pero no lo sabemos con certeza: en nuestro mapa no está detallado, preguntamos a la gente pero las respuestas son muy disímiles y poco fiables. Además en general nos indican en tiempo de pedaleo más que en kilómetros, lo cual hace todo mucho menos exacto (algunos nos indican que cincuenta kilómetros los vamos a hacer en una hora, por ejemplo, cuando a nosotros nos lleva un día o más). Así que, una vez más salimos a la ruta sin mucho plan. Atardece. El paisaje es hermoso: se van sucediendo los salares, los cerros, los nevados imponentes. El aire es limpio. La altura se siente en la respiración trabajosa. Empezamos a trepar un cerro, primero pedaleando despacito, después, más cansados, caminando junto a las bicicletas. El sol se esconde. Según nuestras suposiciones deberíamos estar cerca de nuestro destino, no más de cinco kilómetros. Decidimos seguir a pesar de la noche. Eso sí, sacamos los destelladores para que el poco tráfico que hay nos vea mejor. La luna aparece aclarando la noche. El camino, de asfalto, comienza a bajar. Subimos otra vez a las bicis y nos dejamos llevar. La ruta, que está en construcción, se interrumpe. Tenemos que tomar un desvío de tierra. Los pozos y las piedras hacen difícil el descenso. Inesperadamente comienzan a circular muchos camiones. Nosotros seguimos pedaleando, los kilómetros se suceden pero Sabaya no aparece. El cansancio sí aparece y se hace notar. Igual que el frío. En algún momento nos damos cuenta que paralelo a nosotros corre la ruta en construcción, asfaltada pero aún no inaugurada. Nos pasamos al camino bueno y nos dejamos llevar un poco más rápido, sin aplicar tanto los frenos. De pronto alguno pega un grito de aviso y frenamos de improviso: el camino está bloqueado por una estructura de madera y metal. Carla, que anda floja de frenos, se detiene un instante antes de chocar. Sabaya sigue sin verse (si estuviera cerca deberíamos ver las luces, nos decimos) así que decidimos armar campamento en una zona arenosa junto al camino. En un rato juntamos leña con linternas, cocinamos, nos calentamos con un café delicioso y cenamos dentro de la carpa. Afuera el cielo es una fiesta de estrellas. Con todo el abrigo puesto pasamos la noche bastante bien, nos despierta el sol ya entrada la mañana.

Menos es más. Primum vivere, todo lo demás sobra. Escuchar el deseo y serlo. Atender la voz interior, lo primero; si hay tiempo, todo lo otro.
Después de conversar con los trabajadores que construyen la ruta –y que al principio nos miran como a bichos raros, salimos para Sabaya. Hacemos unos pocos kilómetros y entramos en la ciudad. Las casas se escondían tras el cerro, es por eso que ayer no veíamos luces a pesar de estar muy cerca. El pueblo es muy bonito: casas bajas construidas en adobe y una iglesia antiquísima frente a la plaza con un campanario que es toda una fortaleza. Mientras almorzamos sentados en la vereda de una calle secundaria mucha gente se acerca. Amablemente nos realizan el interrogatorio de siempre: que por qué viajamos, por cuánto tiempo, hasta dónde. Preguntas todas para las que no tenemos respuesta. También nos cuentan de sus cosas, de costumbres de por aquí. Así conocemos a una familia que vive hace muchos años en Argentina, hacemos buenas migas y seguimos la charla en su casa, té y dulce de leche de por medio. Roger y Julia – y sus hijos Jordan y Juli, están viviendo este año en Bolivia porque les toca hacerse cargo de responsabilidades comunitarias. Tienen el cardo de pasantes; se encargan de llevar adelante las fiestas y celebraciones tradicionales durante todo el año. No sólo implica una importante inversión de dinero sino que también es un trabajo a tiempo completo. Utilizan trajes típicos en las ceremonias: sandalias en los pies, poncho colorido, sombrero, morral con coca, regimiento (una suerte de bastón de mando), pollera, aguayo. La tarde se nos va en conversaciones y cuando nos queremos dar cuenta ya es tarde para salir a pedalear. Así que nos subimos todos a un vehículo de la familia y nos vamos a recorrer los alrededores. Nos enseñan a encontrar y desenterrar el amañoco, un tubérculo que crece en el altiplano y que constituye una comida tradicional de los pastores de llama. Parece una fruta y en general se come crudo. Es muy refrescante. De nuevo en la casa compartimos una cena y nos metemos a dormir en camas calentitas.
Por la mañana partimos a Huachacalla. El camino es recto, el altiplano se extiende en forma de pampa, a lo lejos el paisaje lo enmarcan picos nevados. La ruta, de tierra y con mucho serrucho, nos obliga a ir lento, bebiéndonos el paisaje. El cielo está limpio, el aire fresco y el sol tibio. El momento es muy agradable. Después de subir y bajar un cerro poco elevado llegamos al pueblo. Almorzamos en la plaza con una audiencia de gente que nos mira extrañada primero y se acerca a conversar después. Pasamos la tarde al sol, haciendo nuestras cosas. En algún momento la quietud de la siesta se interrumpe con música: aparece una banda y cantidades de grupos de chicos de diversas edades disfrazados, saltando y bailando. Parece carnaval. Es el festejo por el aniversario de la escuela. Nos ponemos a conversar con un hombre que está vestido como Roger, también es una autoridad originaria. Nos ofrece un lugar para pasar la noche: un local del MAS (el partido político de Evo Morales, Movimiento al Socialismo) que está frente a la plaza. Hay un calentador eléctrico y cajas de cerveza que sobraron de alguna fiesta. Compartimos una Paceña con él y nos deja solos. Estamos con ánimo de fiesta: algunas cervezas más, música, una comida rica y una película para irse a dormir.
Por la mañana, con un poco de vergüenza por la confianza tomada, le pagamos las botellas vaciadas a nuestro anfitrión y montamos las bicicletas. El camino es asfaltado de nuevo (toda la ruta está en construcción hasta Toledo, un poblado cercano a Oruro) y vamos rápido a pesar de que estamos a 3700 metros de altura. Los cerros desfilan junto a las llamas, vicuñas y guanacos. De vez en cuando pasamos alguna casita de adobe y techo de paja. Después de tres horas de pedaleo llegamos al poblado de Opoqueri. En la plaza conversamos con un docente llamado Simón Rodríguez, como el famoso educador que fue maestro de Bolívar. Al mismo tiempo conocemos a unos hombres jóvenes que están llevando dos vehículos para el lado de Oruro. Simón nos ofrece alojamiento. Los de los vehículos nos ofrecen llevarnos un buen tramo del camino (hay una camioneta de reparto vacía en la que entran las bicicletas). Elegimos la última opción, cargamos las bicicletas y nos subimos al otro vehículo, una camioneta doble tracción. Van tomando cerveza y nos convidan. Se ve que no es la primera. En la conversación nos vamos enterando que están contrabandeando los vehículos hacia Brasil, vamos a tener que dar un rodeo por el campo para esquivar un puesto de control policial, nos explican, mientras nos tranquilizan con el tono de alguien que hace algo a menudo. El conductor, un chico de veintitantos años, maneja rapidísimo. El acompañante, bastante borracho ya, le pide que baje la velocidad. Como respuesta su amigo acelera un poco más, con tono fanfarrón dice que aprendió a manejar con el Need for Speed (un juego de computadoras). Es igualito a manejar de verdad, explica. Mientras derrapamos sobre la tierra tomando curvas a toda velocidad nos miramos inquietos, no estamos nada cómodos. Vamos rebotando en nuestros asientos, agarrados de donde podemos mientras la camioneta da tumbos frenando de improviso en los pozos o cauces de agua secos y acelerando como si estuviera en fuga. Pensamos en lo que deben estar sufriendo las bicis dentro de la caja del otro vehículo. Luego de un rato de rally cruzamos un auto que viene en mano contraria, ambos vehículos se detienen abruptamente y los conductores se gritan de un modo que entendemos que es amistoso. La camioneta da la vuelta y nos estacionamos junto al auto que nos cruzamos recién y la camioneta que transporta nuestras bicicletas. En el auto viajan un hombre joven, su mujer y un bebé. Nos presentan, son todos amigos entre sí. Para celebrar el encuentro compran un cajón de cervezas más. Nosotros nos vamos a revisar las bicicletas y se cumplen nuestros peores pronósticos: están tiradas una sobre la otra, bastante golpeadas. Intentamos acomodarlas pero nos damos cuenta que es inútil, decidimos bajarnos del tour aquí y seguir a pedal.
El paraje es muy lindo: un rincón verde entre cerritos, un poco de tierra trabajada, algunas construcciones de adobe derruidas y una casita sobre la ruta que es almacén y pensión. Preguntamos allí si podemos pernoctar en los alrededores y armamos la carpa donde nos indican. Cuando estamos terminando de cenar nos da la impresión de que caen unas gotas... no le prestamos mucha atención, estamos en la época seca y no debería llover, nos decimos. Mientras jugamos a las cartas dentro de la carpa las gotas, más consistentes y persistentes, derriban todos nuestros pronósticos: parece que llueve nomás.
El amanecer es extrañísimo: algo blancuzco cubre los calzados -que dejamos desprevenidamente fuera de la carpa. Tardamos un buen rato en darnos cuenta de qué se trata: ¡nieve! Lo que escuchamos golpear el techo de la carpa durante toda la madrugada no era lluvia, estuvo nevando largo y tendido y ahora todo está cubierto por una capa blanca: el campo, la carpa, las bicicletas, las zapatillas. Sigue nevando, así que nos quedamos un buen rato guardados, prolongando el descanso. Cuando nos cansamos de descansar empezamos a hacer nuestras primeras incursiones al mundo exterior. Calentamos un poco de agua, cruzamos al almacén por algo de desayunar, jugamos a las cartas. Al rato estamos los tres instalados en la pensión comiendo algún plato que compramos como excusa para pasarnos toda la tarde bajo techo. Por alguna razón que no llegamos a entender, la gente que vive aquí no se ha enterado que hace muchísimo frío y deja puertas y ventanas abiertas de par en par. De vez en cuando nos levantamos y cerramos la puerta haciéndonos los distraídos. La nieve sigue y nosotros nos sentimos exiliados en la estepa siberiana. Por la tarde la nieve afloja, levantamos campamento y nos ponemos a probar un poco de suerte sobre la ruta esperando algún camión que nos levante. Parece que pasa algún colectivo por la tarde pero la información es muy poco clara, nos cuesta mucho comunicarnos con la señora que atiende el almacén -el castellano es la segunda lengua para la gente de por aquí, en general se manejan en aymara o quechua. Mientras esperamos aprovechamos para secar ropas, bolsas de dormir, carpas, calzados y cuerpos. El sol cae y nosotros seguimos esperando. Decidimos ganarle de mano al frío y armamos en el único espacio seco que hay sobre el suelo: el lugar donde estuvo la carpa la noche anterior. Nos abrigamos bien y nos dormimos en la esperanza de un cielo despejado y un poco de sol.
Al despertar no hay nieve, sino helada. Una escarcha blanca y firme cubre todo el piso, las zapatillas que quedaron afuera, el nylon que cubre las bicis y todo lo que quedó a la intemperie. Mientras acomodamos las cosas nos empieza a rodear una nube húmeda que no entendemos. Arrancamos antes de que empeore. La niebla nos acompaña unos kilómetros por el camino de ripio y luego se va para dejar lugar a un sol reconfortante. Al costado de la ruta divisamos varios pueblos y nos preguntamos sobre la dificultad para comunicarnos aquellas tantas veces que preguntamos si había algún poblado cerca. Pedaleamos lindo, calentados por el sol, disfrutando de las montañas y algún lago y llegamos a Toledo. Buscamos un lugarcito en la plaza para almorzar algo y nos convertimos en la atracción del mediodía: primero son niños y niñas curiosos que se acercan a ver cómo cortamos el tomate. De a poco se van sumando adolescentes que salen del colegio y para cuando la ensalada está lista estamos rodeados de una treintena de vecinos que nos miran con un poco de extrañamiento y nos preguntan de todo un poco. Cuando el público se dispersa un poco descansamos, aliviado, con un tecito al sol. Más tarde nos ponemos en campaña para buscar un lugar techado donde dormir. Después de algunas vueltas, son otra vez las autoridades originarias quienes nos reciben con una calidez que nos hace sentir en casa. Marcelina nos habilita la cocina y enseguida nos ponemos a hacer unas tortillas y un guiso. Cenamos calentitos escuchando algo de música y cerramos el día con una película dentro de las bolsas de dormir.

crecer hacia dentro
hechar raíces ahora
ni en la nostalgia ni en
la fantasía de un mañana
hechar el ancla en lo cotidiano
hacer un arte para vivir
anudar las raíces en el ahora
ahora
decrecer hacia fuera
crecer hacia dentro


No tenemos apuro por partir porque Oruro queda cerca. Desayunamos una rica avena y salimos para la ciudad. La pedaleada es rápida en el asfalto. Hacemos algunas paradas para recuperar el aire que nos quita la altura. Bordeamos un lago habitado por flamencos y patos y de a poco nos habituamos a eso que no extrañábamos nada: autos, bocinas, ruidos, mucha gente, tráfico, semáforos, humo. Es la primer ciudad que se cruza en nuestro camino boliviano. En el Mercado Campero almorzamos un menú tan completo como delicioso y completamos con pancitos, requesón y alguna golosina. Lo ajustado del presupuesto no nos quita el espíritu de bon vivant. Un hombre sentado en una sillita bajo un arbolito en una esquina nos cambia un poco de dinero y nos vamos al Mercado Kantuta, anunciado hacía tiempo como un lugar donde conseguir ropa usada barata -es ropa en buen estado que se trae desde EE.UU., como donación y que aquí genera un negocio importante. El mercado es enorme y hay de todo. Compramos algo de abrigo y calzado y nos aprovisionamos de fruta y verdura. Cuando nos damos cuenta está atardeciendo y no sabemos dónde vamos a pasar la noche. Siempre es un problema para nosotros conseguir alojamiento en la grandes ciudades. Pasamos por escuelas, parroquias y policía sin encontrar nada muy prometedor para refugiarnos del frío que ya se está haciendo sentir. La única opción es tirar la carpa al lado del edificio de la policía. Antes de instalarnos vamos a usar internet, último trámite en la ciudad. Mientras decidimos qué hacer en la puerta del ciber conocemos a Marcelo, que se interesa por el viaje y nos hace varias preguntas. Le terminamos contando lo incierto de nuestra situación de pernoctada y nos ofrece tirar las bolsas en uno de los locales que tiene en alquiler. Contentos nos metemos en la habitación y sin dar muchas vueltas nos enfundamos en las bolsas de dormir. Mientras jugamos un chinchón aparece nuestro anfitrión con una jarra de café y galletitas. Conversamos un poco sobre las realidades con las que nos cruzamos y no nos sorprende escuchar que es autoridad originaria en su pueblo. Dormimos calientes y bien refugiados, sorprendidos una vez más por la generosidad del camino.
El despertador suena temprano y, a pedido de Marcelo armamos las bicis sin perder tiempo por si viene la inquilina. Hace mucho frío y el sol todavía no salió. Vamos saliendo de la ciudad para el lado de una gran feria que empieza hoy día. En el boulevard ya están las mamitas sirviendo desayuno. Para allí vamos. Las opciones son todas bien nutritivas: linaza, avena con leche o api, acompañado de un buñuelo frito hecho en el instante. Nos sentamos y desayunamos dos o tres veces. Con la panza llena vamos buscando algún lugarcito donde nos den los rayos de sol, el frío es cortante. Cuando nos parece que no nos vamos a congelar las manos arrancamos. Hacemos pocos cientos de metros en la ruta y se nos congelan las manos, los pies, las orejas y los mocos. Frenamos un rato, la altura también nos afecta. Con el sol un poco más alto pedaleamos otro poco y llegamos a Caracollo. No hay mucho movimiento en el pueblo, almorzamos tranquilos en una sombra -¡ahora hace calor! y pasamos la tarde en una linda plaza. Antes de que oscurezca el padre nos presta un local donde pasar la noche. Una vuelta por el pueblo, alguna cerveza con unos vecinos y nos guardamos a cocinar una rica polenta con salsa.
Sin apuros, remoloneando, nos vamos levantando. Si no hay que salir temprano podemos aguantar a que salga el sol. Cuando terminamos de desayunar abrimos la puerta y nos encontramos con el camino bloquedado: un mueble enorme nos tapa la salida, parece que hoy hay feria. Se vende desde verdura a repuestos de bicicletas, desde zapatos a planes de casas prefabricadas. El mundo de las ferias nos fascina, damos unas vueltas, reforzamos el desayuno y salimos a la ruta. Unos pocos kilómetros y frenamos en Lequepampa, un caserío varado junto al camino. En un rincón del mundo muy agradable comemos una ensalada y para completar la escena nos quedamos dormidos al sol. Nos despierta un rebaño de ovejas, nuestro lecho es su almuerzo. Mientras atardece salimos a buscar a alguna autoridad del pueblo que nos preste un techito para pasar la noche, pero no aparece nadie, el lugar es chico, alguna gente nos evita, con otra es difícil comunicarnos. Merendamos una avena y buscamos leña por si hay que acampar. Finalmente nos encontramos con las autoridades originarias que han vuelto de la feria de Caracollo. Nos prestan una casita abandonada. Mientras juntamos más leña se acercan unos niños curiosos, nos piden plata pero les explicamos que no tenemos. Se quedan un rato conversando y mirando las bicicletas. Cuando queremos un poco de intimidad los invitamos a que vuelvan a sus casas. Nos piden otra vez plata y otra vez les decimos que no. Cuando se van suenan algunos piedrazos sobre el techo de chapa. Nos disponemos a cenar con una sensación un poco desagradable, no nos cuadra la imagen de gringo caritativo, no es la relación que queremos establecer con la gente que vamos conociendo (además de que realmente no tenemos dinero). Después de cenar y jugar un chinchón, nos dormimos entre paredes de adobe.
Despertamos muertos de frío, el techo de chapa nos jugó una mala pasada. Nos acurrucamos alrededor del fuego para desayunar y cuando ya estamos más calentitos nos ponemos armar las bicicletas. Se repite la escena de los piedrazos sobre el techo. Alcanzamos a los responsables a pocos metros. Son unos nenes que van camino a la escuela. Carla se queda un rato conversando con ellos hasta que hacen las paces. Ellos están arrepentidos o asustados, dicen que no lo van a hacer más. Nosotros estamos un poco tristes. Salimos a la ruta. Algo de fruta y verdura en regalada en Konani y parada final en Lahuachaca. Como se nos hace costumbre, ensaladeamos en la plaza. Al rato nos cruzamos con Dionisio, autoridad del pueblo, quien nos presta una habitación en la alcaldía. Ya que están aquí, nos dice, pueden ir a visitar la ciudad en ruinas. Ukhamana es un lugar a unos 3 kilómetros del pueblo. Hay un conjunto de casas de adobe de forma inusual y techo bajo. Nadie nos responde sobre quiénes o cuándo las construyeron. Son las ruinas, y ya. Mientras caminamos de vuelta al pueblo el sol se pone a nuestra izquierda y la luna sale por la derecha. El momento es mágico, vamos filosofando sobre el sentido de la vida y otras menudencias. Antes de que se haga completamente de noche buscamos una pensión donde nos conviden agua caliente. Margarita no sólo nos convida agüita para el té sino que nos invita una sopa. Con instinto de madre se preocupa por nosotros, qué dónde pasaremos la noche, si tendremos frío, vénganse mañana por un desayuno. Volvemos a la Municipalidad, a dormir calentitos.
Amanecer sin frío es impagable. Vamos a verla a Margarita y nos convida café y pancito, un lujo asiático. Le metemos al pedal entre el sol fuerte y el viento fresco hasta Patacamaya. Descansamos un rato en la plaza, usamos internet y teléfono anticipando nuestro hospedaje en La Paz, y a eso de las 6 de la tarde, cuando ya empieza a bajar el sol y a entrar el fresco de la noche, nos acercamos a la Alcaldía donde un funcionario nos había apalabrado un techo para pasar la noche. Pero inesperadamente a seguro se lo llevaron preso; es negativo nos dice el oficial, no hay ningún lugar donde puedan alojarnos. Nos miramos desentendidos y vamos a buscar a la persona que nos había prometido un lugar. Parece que un superior lo hizo cambiar de parecer. Nosotros nos quedamos en pampa y la vía, con el cielo oscuro y la noche fría. Nos ponemos firmes, todos se están yendo de la municipalidad pero nosotros queremos una solución. Idas, venidas y llamadas, cada vez la noche es más fresca. Esperamos un rato eterno sentados en un banquito mientras discuten dónde colocarnos. Finalmente nos habilitan un aula en una universidad donde somos bien recibidos. El piso es de madera y hay un hogar a leña que podemos usar. Prendemos un fuego, cocinamos y nos sentimos como en casa.
Para el desayuno ensayamos un api (el api es una bebida tradicional boliviana a base de maíz hervido, azúcar, canela y clavo de olor). Afuera todo está congelado: el agua de la pila, los charcos, las gotas de la canilla. Ya es claro que dormir en carpa en estos días es un mal programa. Montamos las bicicletas, hacemos unos kilómetros y paramos en Ayo Ayo. Las autoridades originarias de la zona están de reunión. En la Municipalidad leemos unos afiches amedrantadores: explican que ésta es la tierra del katarismo (un movimiento revolucionario indigenista) y juran lucha y muerte “a todos los croatas y kharas”. Más tarde nos enteramos que “kharas” son las personas de Santa Cruz (la ciudad más rica de Bolivia), ciudad que recibió una importante migración de croatas. Aliviados de ser “paisanos argentinos” a pesar de la pinta de gringos nos vamos a almorzar a la plaza. Por la tarde nos acercamos a la escuela a pedir un techo. El director nos recibe y Julián, el portero, nos presta un aula. Juntamos leña y cocinamos, mañana hay que salir antes de que lleguen los chicos.
Arrancamos puntuales y desocupamos el aula. El api ya nos sale mejor, se parece al que probamos en Oruro. Pedaleamos acercándonos a La Paz y en la ruta nos cruzamos con Hideki. Es japonés pero habla castellano a la perfección, viene pedaleando desde Ushuaia en dirección a Alaska. Mete más kilómetros que nosotros, calcula llegar hoy mismo a La Paz y quedarse unos cuantos días allí, así que arreglamos encontrarnos cuando lleguemos. En Calamarca paramos a chequear contactos buscando algún lugar donde parar en la capital, si no va a estar complicado para quedarnos unos días. Ahí nos cruzamos con Juana, docente de 4°. Conversamos, nos preguntamos, bromeamos y reímos. Intercambiamos ideas, autores, incógnitas y dudas. Partimos a ver si nos acercamos un poco más a La Paz y frenamos en San Antonio. No pasa nada en la plaza desde donde se ve la ruta. Mientras comemos un chocolate de postre, aparece Juana que venía volviendo para su casa en El Alto y nos vió desde el minibus entonces se bajó. Otro rato nos quedamos conversando sentados sobre el cordón de la vereda. Juana recuerda que tiene un amigo que es vecino de San Antonio y que tal vez pueda alojarnos. Allí vamos con ella a golpear la puerta de su casa. Alójenos, le insiste Juana a la mujer de su amigo, haciéndose parte del pedido. Bueno, accede la mujer, pero cuando venga mi marido. Juana se va y la espera se hace larga, sobre todo porque nos quedamos pensando el frío que vamos a pasar si cuando llega el dueño de casa decide no dejar entrar a unos extraños en bicicleta. Antes de que se haga de noche Armandina barre un poco con un manojo de paja el cuartito donde pasan la noche sus gansos y en la habitación contigua tiramos las bolsas de dormir. Max y Jon, vecinos también, nos convidan leña cuando nos ven juntando ramitas por las calles del pueblo. Al rato llega Víctor, marido de Armandina y nos convida agua caliente. Al final nos fue bastante mejor de lo que temíamos. Hacemos unas tortillas y nos metemos en las bolsas, otra vez bajo techo.
Api, avena y salimos con un solazo. La pedaleada para meterse en la ciudad es larga y no sabemos bien a dónde vamos a ir a parar. Entramos en El Alto y la metrópoli se hace presente otra vez en ruido, humo y tráfico incontrolable. Comemos unas frutas convidadas en el camino y de a poco el caos crece. En una parada de teléfono e internet nos comunicamos con Sicco (lo habíamos contactado previamente por couchsurfing) que nos indica cómo llegar hasta su departamento. Minibuses al por mayor, cada uno con su respectivo gritador avisando a dónde se dirige la movilidad. Ahí estamos en la ruta, entre peatones, autos, camiones, camionetas, policías de tránsito que nadie obedece y puestitos de todo tipo. Todo es un caos. Nos vamos abriendo paso con las bicicletas. Caminando. Cuando pasamos todo eso, la autopista. De golpe a mano derecha, como si la ciudad se derramara dentro, La Paz surge en un hoyo rodeado de nevados. Nos detenemos unos segundos maravillados y tomamos la autopista que baja, baja y baja. No hay que pedalear, así que ocupamos la cabeza pensando cómo vamos a salir de ese agujero mientras vamos a toda velocidad. De vez en cuando hay que frenar un poco, ya es peligroso. Sigue bajando la calle hasta que llegamos a la puerta de nuestro anfitrión, parece que los edificios se construyen sólo en la parte más baja de la ciudad, la que está más a salvo de deslizamientos. Tocamos timbre y nos recibe un rubio alto y flaco que a simple vista no es de por acá. Sicco es holandés. Subimos las bicis en el ascensor con una rueda en el aire, cuidado con el espejo por favor pide el portero, y nos acomodamos en el piso 12. Sicco se va a trabajar y nos deja con toda confianza. Nos acomodamos, nos bañamos, lavamos ropa, nos tiramos en el sillón. A la noche hacemos pizzas y chin-chin. Pasamos cinco noches en La Paz haciendo vida de ciudad, cosa que nos viene muy bien. Algunas salidas: noche de museos, visita a el espacio de Mujeres Creando, noche de poesía. Durante el día los paseos son principalmente por los mercados. Nos deleitamos con platos y pequeñeces que ofrecen en cada esquina. Conocemos a André, un alemán que viene viajando, Katia, boliviana sonriente viajante también que ahora se está asentando en La Paz, y una bella casa de ciclistas en la que bastó tomarse un café para sentir su calidez. Ahí nos cruzamos con Matt y Aurélien, dos franceses que vienen bicicleteando el planeta hace varios meses. Caminamos las calles, respiramos el aire, descansamos bien descansados y nos tomamos un día más de lo planeado para recuperarnos de la indigestión causada por la hamburguesa de la esquina.

En la Paz hay muchas personas con traje y muchos bares que se presentan como after office.
En la Paz algunos intentan alcanzar el Ser en la construcción del ser alguien- la imagen como sucedáneo del carozo.
En la Paz se va consolidando una transmutación que se fue metiendo con el sigilo de un ladrón adentro: del viaje como llegar a alguna parte a el viaje como vivir estando.
En la Paz comemos como si fuéramos a saciarnos alguna vez. Y de a ratos pienso en tomar esa nada y asumirla, como parte del paisaje. Y se está bien así.

Luego de intercambiar datos, salimos del edificio con Sicco que se va a trabajar. Hacemos dos cuadras y ya no nos da el aire. Ahora nos toca trepar el hoyo. Pensamos en las opciones que nos pueden acercar a la superficie sin dejar los pulmones en el camino: subir pedaleando (en esa dejamos los pulmones), subir caminando, subir en minibus, hacer dedo. Nos debatimos entre los diferentes estados físicos y finalmente Naio decide pedalear. Se manda. Manu y Carla, más conservadores, esperamos que pase un minibus con portaequipaje para cargar las bicis en el techo. Los pocos que hay se nos escapan entre el tráfico. Nos decidimos a meterlas directamente con los pasajeros. El primero nos tira 15 bolivianos. Lo dejamos ir. El segundo sólo 1,50.
Ahí nomás Carla sube la bici. Subidos a la autopista, la gritadora empieza a cobrar, son 10 bolivianos. La discusión va subiendo de tono, empiezan a haber acusaciones, hasta que, luego de reiteradas negaciones a abonar por no haber avisado que tenía que pagar por todos los asientos que quedaron vacíos a causa de la bicicleta, la bajan en el medio de la autopista. No queda otra que caminar, bici al costado, con paciencia.
Otro minibus le pasa un precio parecido a Manu, que también sube su bici. La suerte que corre es parecida, sólo que el precio es menor, por lo que, luego de similares discusiones, accede a pagarle y espera en el peaje que lleguen los compañeros.
Pedalear con paciencia era la otra opción. En el camino Naio se cruza, sorprendido, con Carla, que arrastra su bici por el asfalto. Sigue la pedaleada (y a veces caminata) cuesta arriba hasta que aparece el peaje.
Ahí nos encontramos los tres, cruzamos El Alto más rapidamente que cuando entramos y escapamos de la ciudad en dirección al gran lago. Paramos en Palcoco, donde nos hacen un lugarcito en la Municipalidad y pasamos la noche, ya de nuevo en el interior.
Desayuno de cereales varios y agarramos la ruta que nos descubre un hermoso lago. Un poco de viento en contra, escoltados por unos nevados gigantes, pedaleamos un camino de ensueño. Nos pasa un auto cargado de gente y, un poco antes de la curva, explota la cubierta y colea hacia la banquina contraria. A unos pocos metros por segundo de volcar, se frena sin ser más que un susto. Nos acercamos y cuando ya está todo bajo control seguimos nuestro camino. En Achacachi hay feria. Comemos mucha fruta y una ensalada bien fresca y nos ocupamos de nuestra pernoctada. En la Muni nos hacen dar varias vueltas y esperar hasta que se desocupe un salón, sólo para rebotarnos porque no se puede alojar a nadie. Nos acompañan, con mucha amabilidad, hasta la parroquia, donde nos recibe Hilarión, convidándonos coca. Nos ofrece camas bien abrigadas y nosotros le ofrecemos un guiso. Compartimos con él y con algunas personas más de la parroquia, jugamos una generala y nos vamos a descansar.
Un desayuno de reyes y nos despedimos de Hilarión, que nos deja unos libritos sobre la Pastoral de Movilidad Humana y la trata de personas. En el pedaleo perdemos de vista el lago y pareciera que nos metemos entre la montaña hasta que, trepando una subida, reaparece entre azules y verdes. El paisaje se enverdece y la ruta se sombrea de árboles. Frenamos en Sorataya. Pasamos un rato en la escuela, donde festejan el día de la madre, y luego bajamos al muelle para almorzar y ya armar la carpita.

El sol entibiece la tarde. Los patos pescan. Los veleros reposan. La cabeza de Carla se apoya buscándome el hombro. La raíz va abajo, afianzándose, mientras algo va tomando forma; algo parecido a un amor, a una amistad, a los contornos de una vida

Luego de una noche de indigestión, nos quedamos a recuperar, contemplando muelle, patos, barcos, montañas, gente, pastos y todo lo que sucede en nuestro radio.
Ruta de nuevo. Después de Ancoraimes, donde paramos por fruta y pancito, subida de esas que se hacen a pie y bajada de esas que hay que meter freno paramos en Carabuco. Nelly y las chicas primavera están grabando un video clip, el espectáculo de la plaza no somos nosotros esta vez. Almorzamos y nos vamos para el lago, con ganas de sentirnos un poco más relajados en vez de tener que buscar alojamiento. Armamos la carpa y hacemos un fuego. Empieza a levantarse muucho viento. Aguantamos a terminar de cocinar las tortillas y nos jugamos un chinchón adentro de la carpa.
Mientras desayunamos aparece Alejandro. Trae café y pancito para convidarnos. Compartimos el sol de la mañana y algunas historias de la zona. Ya entrada la mañana subimos a la ruta un poco ansiosos por la cercanía de la frontera con todo lo que eso significa. Puerto Acosta es la última ciudad boliviana que aparece en el mapa. Allí vamos, después de un poco de pista y bastante más de trocha. Vueltas, curvas, nos alejamos del lago y la ciudad de puerto no tiene nada. Está bien cerca del lago, pero mediada por un cerro. Almorzamos en la plaza, cansados de la larga pedaleada, mientras una mujer canta ritmos románticos deleitando a unos bebedores y pasamos la noche en la escuela, igual que cientos de otros niños y adolescentes que se concentran en la ciudad por las olimpiadas de deporte regionales.

El desafío es vivir como quiero vivir. Ser libre, ante todo, de mis propias creencias, mis miedos, mis apegos a lo que ya no sirve y estoy acostumbrado. Hacer de mi día a día una creación, una obra de arte. El desafío es prestar atención al aquí y ahora. Estar totalmente donde estoy.
El desafío es ser un guerrero de la paz, acallar la mente -tanto como se pueda, ser sin miedo. El desafío es salir del ego.

Por la mañana queremos ocuparnos de sellar en nuestro pasaporte la salida del país pero en Puerto Acosta no hay migraciones. La policía nos sella una fotocopia y después de preguntar un poco sobre el camino, salimos con un poco de miedo respecto a la entrada a Perú. Hasta aquí llegan nuestros mapas, así que no queda otra que empezar a preguntar sobre pueblos y distancias. Las versiones son varias, hacemos caso a la que tiene más adeptos. Tomamos una callecita del puebloque sube y sube entre piedras, cruzamos un arroyo y sigue el camino de tierra entre laderas de montaña. Frenamos a descansar un poco y nos cruzamos con un hombre que nos dice que aquí abajito está Hanko Hanko, último pueblo boliviano, unos pocos kilómetros más y está la frontera. Con el lago acompañándonos de nuevo, pasamos por la frontera (que no es más que un hito) y llegamos a Tilali, Perú.

La oscuridad ya se había vuelto espesa cuando terminaron de comer –lo notaron al agotarse las brasas. Advirtieron también la calma dejada por el recuerdo del viento. José le había dicho: “Mejor así, mirá si nos agarra la noche en el camino”. Hilarión no le había contestado –pensaba que no había otra opción, que no era tanto una decisión de ellos sino algo inevitable, como la fatalidad; descansar y partir bien temprano con el sol era lo único que podían hacer, pero a él lo estaba esperando Juliana.
Se acomodaron sobre un colchón de hierbas sesgadas, dejando la carga a un costado, y en seguida les cayó el sueño como una plomada huérfana.
Al rato, durmiendo, se hicieron las doce, cuando Hilarión despertó de golpe al
escuchar la bulla. Dejó pasar unos minutos, pero aquello seguía, entonces despertó al compañero:
– José, ¿me oyes?
– Hm...
– ¿Escuchas eso? Parece que hay una fiesta.
– Pero si es el viento... –contestó José, con la voz a medias.
Por un momento no se dijeron más nada –José porque quería seguir durmiendo,
Hilarión porque tenía las orejas paradas en eso que escuchaba, y un poco también porque sabía que José quería seguir durmiendo. Hilarión sin poder pegar los ojos, casi sin pestañear, la mirada fija en ningún lado –que era arriba, algún lugar negro, quizás cielo.
– José, vamos a esa fiesta, deber ser muy cerquita – interrumpió de golpe la quietud ruidosa.
– No, Hilarión, no conocemos... Mejor que no... – le contestó con esa voz lejana y
opaca.
– Un ratito, a ver nomás, y volvemos enseguida.
– Pero si es el viento, Hilarión.
– Yo voy, pues.
– No vayas – dijo más despierto, enderezando la voz y cambiando de posición para quedar boca arriba y con los ojos abiertos.
– Diez minutitos nomás, que en ese ratito ya estoy de vuelta.
Se incorporó y estuvo un momento quieto, la mirada perdida en los matorrales
invisibles de donde provenía la bulla. No hubo más diálogo. Entonces se hundió en la negrura que abrió con el machete, y lo dejó de ver.
Así permaneció, solo, recostado boca arriba con los ojos abiertos, la mirada fija en la oscuridad impenetrable. A su alrededor los árboles se perdían en la altura de un cielo opaco sin luna. Pasaron los diez minutos, más lentos que los minutos, sin traer nada. Después pasaron otros diez minutos, despacito pero agitados junto a su respiración latente. En la misma posición, inmóvil, con los ojos redondos bien abiertos –que eran lo único blanco en aquél pozo de selva.
Al cabo de una hora el ruido calló, de pronto. Todo se volvió silencio absoluto,
como lo oscuro. Quedaron sus ojos blancos abiertos, mirando el cielo oculto,
escuchando alertas cualquier posible aparición.
Nada.
Comenzó a clarear, y con la luz nacieron los sonidos de los bichos, de los pájaros, de los árboles. De Hilarión quedaban sus cosas, y el hueco en la hierba que le hacía de cama. Con el sueño bien despierto y el miedo de toda la noche atragantado, José se levantó y tomó un largo trago de agua. La garganta seca. Habría tenido la boca abierta toda la noche. Dio otro trago, levantó los bolsos, y emprendió el regreso –un poco adivinando sus propios rastros de ayer, un ayer que era lo mismo que hoy, y otro poco abriendo el paso a machetazos.
Las calles del pueblo lo recibieron taciturnas, vacías de domingo, a las cuatro de la tarde. Hambriento sin darse cuenta, cansado con paso ligero, fue primero a la casa de Hilarión. Dio cuatro golpes en la puerta de madera, que pronto abrió Juliana. Él no supo qué decir; ella parecía no haber dormido. Con la cara de ojos brotados sin descanso, desorbitado, le preguntó si había visto a su esposo. Entonces no hubo más que lo sabido, que no era nada –el silencio que dejó la noche. Y le dejó cinco kilos de puro oro, que era la mitad de lo que habían logrado juntar.

8 comentarios:

sofi ptt dijo...

Chicos!!!soy sofi de ptt y no puedo ni he podido subir los comentariossss.este es de prueba

sofi otra vez dijo...

Lo logré!!es porque no ponía quién era. El otro día nos metimos con los pibes del centro y les quisieron decir que estaban flaquitos, que si querían que les mandemos comida y que vuelvan. en la semana intentaremos meternos nuevamente y escribir bien.Es muy lindo todo lo que están viviendo. (Car hoy estuve con tu ma en el cumple de Mar, es lo más)abrazoooooo

sofi otra vez dijo...

Lo logré!!es porque no ponía quién era. El otro día nos metimos con los pibes del centro y les quisieron decir que estaban flaquitos, que si querían que les mandemos comida y que vuelvan. en la semana intentaremos meternos nuevamente y escribir bien.Es muy lindo todo lo que están viviendo. (Car hoy estuve con tu ma en el cumple de Mar, es lo más)abrazoooooo

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sofi otra vez dijo...

Lo logré!!es porque no ponía quién era. El otro día nos metimos con los pibes del centro y les quisieron decir que estaban flaquitos, que si querían que les mandemos comida y que vuelvan. en la semana intentaremos meternos nuevamente y escribir bien.Es muy lindo todo lo que están viviendo. (Car hoy estuve con tu ma en el cumple de Mar, es lo más)abrazoooooo

Anónimo dijo...

Hola! si ponés "Anonimo" y después firmas con tu nombre es más facil,
Chicos genios!!!! muy buenas las fotoss!! Se los extraña mucho!
Saludos
Mery y Pipo

sebasfuentes dijo...

Buenísimas las fotos!! y la narración también acercan un poco a la experiencia, abrazo grande!